Argentina es parte de un contexto internacional marcado por las tensiones y la incertidumbre que produce el declive del denominado “orden internacional liberal”, cuyo máximo exponente es Estados Unidos. Al mismo tiempo se percibe un desplazamiento de poder, riqueza e influencia hacia fuera de occidente, lo que conformaría, tal vez, a largo plazo, una estructura multipolar. Se observa una crisis del orden unipolar-liberal que se potenció al finalizar la Guerra Fría (pero que su estructura básica se organizó tras la Segunda Guerra Mundial). Esta reconfiguración se expresa en la pérdida de la hegemonía política, económica y científica de Estados Unidos (que mantiene supremacía militar) y Europa Occidental y en un crecimiento de China, Rusia, India, Brasil, entre otros poderes emergentes.
El ascenso fuerte y persistente de China, en camino a convertirse en primera potencia económica global, y la resistencia de Estados Unidos a ceder su liderazgo es, tal vez, el rasgo más característico del sistema internacional actual, lo que ha llevado a este último país a desatar una guerra comercial y tecnológica. Asimismo, a través de la reciente conformación de la alianza militar AUKUS (Australia, Reino Unido y Estados Unidos) y QUAD (diálogo de cooperación en seguridad entre Estados Unidos, Japón, India y Australia), se pretende contener militarmente a China. A propósito, se puede observar lo dicho en julio en la última cumbre de la OTAN, donde manifiestan la necesidad de limitar y eventualmente revertir la proyección regional y global del país asiático.
Se consolida, entonces, un esquema con tendencia multipolar en cuyo centro hay dos potencias con poder significativamente superior al resto. Es decir, una tendencia y, dentro de esta, una jerarquía entre los Estados. Pero además hay que sumar a los poderes financieros globales y otras organizaciones que cuentan con un esquema propio no subordinado a los gobiernos (aunque en algunos casos vinculados a éstos). Europa se encuentra sumida en una crisis lenta pero irremediable. Por primera vez desde los últimos cuatro siglos, no es el centro de poder de las relaciones internacionales. Aunque conserva un poder relativo importante, su declive es inexorable. Se advierte también el ascenso de potencias regionales (Irán, Turquía, Australia, Corea del Sur).
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Las tensiones se despliegan por todo el planeta: existen actualmente 33 conflictos armados, de los cuales los más intensos son los de Rusia/Ucrania e Israel/Palestina. A eso hay que sumar las provocaciones en torno al reclamo soberano de Beijing sobre Taiwán, los diferentes golpes de Estado, las amenazas entre la OTAN y Rusia, la crisis de las democracias, las migraciones masivas, la desigualdad, la pobreza, el terrorismo, los desastres producidos por el cambio climático, entre otras.
En este contexto complejo, la política exterior argentina ha experimentado un inédito giro desde el inicio de la actual gestión. Sus rasgos principales son el dogmatismo (fundado en la extrema ideologización), la interpretación anacrónica de la política internacional (cuya mirada se mantiene congelada antes de la caída del muro de Berlín), la toma de posición dependiente (por el alineamiento automático y acrítico con Estados Unidos e Israel), y la ejecución improvisada cuya fuente es, principalmente, el desconocimiento de los más elementales criterios de las relaciones internacional y de la política exterior que exhiben el presidente y la canciller.
Esta actitud implica lisa y llanamente que la Argentina incorpore como propias las prioridades y objetivos de otros (Estados Unidos, Israel, Reino Unido) en el escenario regional y global, quitando margen de maniobra a nuestro país. Más que una política exterior en particular, lo que acontece deja sin política propia a la Argentina, sin rumbo ni dirección. Es una anti-política exterior porque no plantea intereses, objetivos ni resultados más allá de un seguidismo a lo que interpreta como “mundo libre” y a enfrentarse contra un socialismo imaginario.
Mientras que la política exterior debe establecer con claridad los fines, objetivos y metas en función del único alineamiento requerido: los principios e intereses nacionales. Se requiere también una estrategia y un plan de acción. Todo esto está ausente en la actual administración. La reincidente práctica de la improvisación expresada en la compulsión de las expresiones altisonantes y actos inadecuados, traerá pérdidas significativas y duraderas, que llevará mucho tiempo y esfuerzo corregir, si es que fuera posible.
En la relación con Estados Unidos, no puede obviarse mantener un lazo fuerte con un país que es (todavía) primera potencia mundial y nuestro tercer socio comercial. Sin embargo, tampoco puede obviarse que el porcentaje del PBI global representado por la economía estadounidense se ha reducido drásticamente en las últimas décadas. Estados Unidos genera aproximadamente el 25% del PBI mundial en términos nominales, mientras que China, nuestro segundo socio comercial, alcanza un 18%. Sin embargo, el país norteamericano atraviesa una reducción muy significativa, ya que en 1960 su economía representaba un 40% del producto mundial. Ahora bien, en términos de PBI ajustado por paridad de poder adquisitivo, el país asiático representa alrededor de un 20% del producto global, mientras que Estados Unidos se encuentra en un 16% en la actualidad.
Dicho alineamiento automático y sesgado, cuando todos los países, (incluidos Estados Unidos e Israel), buscan relacionarse con la mayor parte de los países del mundo, se lleva a cabo, además, de manera perjudicial. Mientras sostiene múltiples reuniones con personal clave de la administración demócrata de Joe Biden, se muestra con Donald Trump (su principal opositor y en plena campaña electoral) y le expresa claramente su favoritismo. Pero, además, la Cancillería ordena a las embajadas "revisar" todo lo relacionado con la Agenda 2030, un compromiso ambiental que forma parte de la hoja de ruta de todos los organismos internacionales y que Estados Unidos impulsa. Dicha actitud se manifestó en la última cumbre de la OEA, donde la posición ultraconservadora del gobierno se posicionó en contra de la igualdad de género, la diversidad sexual y negacionista del cambio climático, lo que contradice el ordenamiento jurídico nacional e internacional, con el que está comprometido nuestro país y la mayoría del “mundo occidental”. Argentina fue líder en cuestiones medioambientales, pero la postura antiambientalista del gobierno está haciendo perder espacios, que inteligentemente otros aprovechan, como Lula da Silva, Gabriel Boric o Gustavo Petro.
En un nivel más general, las economías del G-7 (Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido) han sido superadas en el PBI global, ajustado por paridad de poder adquisitivo por el de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) correspondiendo a los primeros un 29% contra el 32% de los segundos. A partir de la cumbre en Sudáfrica en el año 2023 los BRICS se están ampliando a 10 países. Sumando a Argentina, Arabia Saudita, Egipto, Irán, y Emiratos Árabes Unidos representan el 40% del PBI global, el 48% de la población mundial y la posesión de reservas estratégicas de alimentos, agua, minerales, petróleo y gas.
El rechazo del ingreso argentino al grupo BRICS es una gran oportunidad perdida. No hay razón para no formar parte del grupo más dinámico y reciente de la economía mundial. A esto se suma el desinterés por los ámbitos regionales y la inacción en la Cuestión Malvinas. En ese sentido, el presidente no asistió al evento más importante del año en lo referido a integración regional: la Cumbre de Jefes de Estado del Mercosur que se realizó en julio en Paraguay. Argentina, junto con Brasil, es socio fundador del bloque comercial más importante de América Latina. Como resultado, por primera vez en casi 30 años, la reivindicación de soberanía argentina sobre las Islas Malvinas, no aparece en el documento final del bloque.
Por otro lado, tampoco parece responder al interés nacional su apoyo incondicional a Israel y a Ucrania. Las promesas de ayuda militar y el pedido de sumar al país como socio global de la OTAN, son, por lo menos, desproporcionadas. Que Argentina adopte como propias las doctrinas belicistas de Estados Unidos rompe con una tradición pacifista y sostenida en el tiempo por la política exterior argentina y que ha ganado respeto y prestigio en la comunidad internacional.
Del mismo modo, la firme postura proisraelí, incluidos los planes de trasladar la embajada a Jerusalén, corre el riesgo de alinear en contra a los países árabes que tradicionalmente han apoyado a Argentina en la Cuestión Malvinas. También muestra una pérdida grave de autonomía el hecho de que se pliegue sin miramientos a los intereses de este país, que fue denunciado ante la Corte Penal Internacional por crímenes de guerra y de lesa humanidad por su accionar en Gaza. Además, la Corte Internacional de Justicia ha determinado recientemente que la política israelí de construcción de asentamientos y explotación de recursos naturales en los territorios palestinos viola el derecho internacional y se trata de una "anexión de facto". El respeto, la defensa y la promoción de los derechos humanos identifica y da prestigio a nuestro país, que incluso llegó a presidir el órgano más importante a nivel global (el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, en 2022) por su larga trayectoria desde la recuperación de la democracia en esta materia.
Doce giras internacionales en ochos meses dejan al actual mandatario como el presidente que más viajó desde el retorno de la democracia en 1983. Hasta el mes de mayo (su octavo viaje) llevaba gastados por este concepto 650 millones de pesos.
A la cantidad se suma el objetivo de los viajes. El presidente decidió tomar la agenda internacional como parte de su actividad privada para reunirse con partidos o referentes de la ultraderecha internacional, dar conferencias acerca de su retórica libertaria y recibir premios de dudosas instituciones. Pareciera que la instrumentalización de la política exterior de la Argentina está subordinada a fines personales y no institucionales.
Con el Reino Unido se busca una relación bilateral cordial y para ello se evita la discusión de la controversia de soberanía sobre Malvinas, aún pendiente de solución. Es evidente que Malvinas ya no es una prioridad de la política exterior de la actual gestión: no estuvo presente en el discurso de apertura de sesiones ordinarias del Congreso; ni el presidente ni otro funcionario participó de los eventos por la conmemoración del 2 de abril en Tierra del Fuego. El tema no apareció tampoco (por primera vez desde 1996) en el documento final de la reciente Cumbre del Mercosur.
En relación con esto, las pretendidas autoridades isleñas anunciaron la construcción y modernización de un puerto donde se encuentra emplazado Puerto Argentino. Esta nueva terminal podría convertirse en un rival al puerto de Ushuaia y un acceso al sector antártico. Por otra parte, también anunciaron la futura explotación de hidrocarburos de la que sería la primera perforación de la historia del archipiélago argentino cifrada en 500 millones de barriles. Frente a estos hechos graves y contrarios al derecho internacional, la Cancillería argentina no emitió nota de protesta ni comunicado oficial. Se acumulan los errores y las muestras de desinterés en relación a la Cuestión Malvinas.
La política exterior en estos ocho meses abre un fuerte debate en relación a los costos de sus alineamientos y a las consecuencias de los distintos conflictos abiertos. Ante eso, vale la pena preguntarse las oportunidades perdidas frente a un mundo que atraviesa cambios profundos. Argentina decidió no ingresar a los BRICS y perdió una oportunidad enorme de obtener fuentes de financiamiento y mercados donde exportar su producción. De la misma manera, para el comercio exterior argentino empieza a ser cada vez más determinante India, el Sudeste Asiático y el mundo árabe, nuevos polos que demandan alimentos y otros bienes y servicios que Argentina podría ofrecer. Nada de esto aparece entre las prioridades del gobierno.
Los países en sus relaciones aplican una combinación de principios e intereses, pragmatismo y construcción de alianzas para lograr una inserción internacional favorable a sus objetivos. Con el correr de los meses, queda cada vez más claro que la agenda internacional del gobierno se rige más por afinidades ideológicas que por las necesidades políticas o comerciales del país. La “nueva doctrina” de política exterior, anunciada por el presidente en marzo durante la visita de la generala estadounidense Laura Richardson, no deja margen para la duda: el alineamiento con Estados Unidos e Israel es el eje central de una “batalla cultural” planteada a escala internacional. Por otro lado, se destacan la destrucción de los vínculos y alianzas con los países emergentes y de la región, el desprecio por el proceso de integración, el deterioro de la Agenda 2030, el abandono a la defensa de los Derechos Humanos y la desaparición de la Causa Malvinas como política de estado.