Quizás algún día Hollywood se digne en estrenar una película en donde un viejo misátropo y gruñón atraviese el último tramo de su vida conociendo nuevas personas, viviendo nuevas experiencias y.... siguiendo siendo un viejo misántropo gruñón. Pero ese día no ha llegado, y en su lugar sí lo ha hecho la ¿nueva? incursión en este casi sub-género de la comedia dramática, denominada St. Vincent.
Este contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
La fórmula harto conocida del aparentemente mal tipo devenido en santo (de ahí la ironía poco sutil del título original de la película) está gastada, es cierto, pero el director Theodore Melfi al menos aquí cuenta con un excelente as bajo la manga: Bill Murray, ese monumento al dramatismo agridulce. Su parco carisma es el catalizador de una serie de situaciones que, aunque por momentos trilladas, funcionan únicamente gracias a su enorme presencia.
SI QUERÉS LEER MÁS RESEÑAS, ENTRÁ ACÁ.
SI QUERÉS LEER MÁS RESEÑAS, ENTRÁ ACÁ.
La premisa básica de Melfi (quien dice haberse inspirado en un pariente propio) parte de un lugar común que, lamentablemente, no abandona: un hombre mayor, cansado de la vida, recibe la ingrata compañía de unos nuevos vecinos, encarnados en una madre divorciada (Melissa McCarthy en un rol atípico para su carrera) y su hijo Oliver (Jaeden Lieberher). Las vueltas de la vida (y un par de vueltas de tuerca cantadas) harán que estos tres personajes deban convivir y que el primero, acaso el depresivo protagonista de la película, no sólo termine aceptándolos sino apadrinando y educando informalmente al niño.
Melfi apuesta a los golpes bajos y no se priva de moralejas, pero encuentra en su elenco grandes aliados que sacan a flote un guión que hace agua por todos lados. A la gran labor de Murray y McCathry se suman la de Naomi Watts como una prostituta rusa y Chris O'Dowd como un Padre que incide en la educación del niño -y el mensaje católico de la película. Pese a los clichés, dejando un poco el cinismo de lado, la película logra conectar emocionalmente con el espectador y, aunque no alcance para sacarla del olvido, al menos sirve para disfrutar un producto digno, aún cuando pomposo y meramente pasatista.