La pandemia trae consigo el engaño de que los días se suceden mientras el tiempo permanece suspendido, sin embargo en el almanaque, que está ahí aunque no lo miremos, la mitad de las hojas ya quedaron viejas. El paso del tiempo es un desafío más para quienes cargan con la responsabilidad de conducir países, provincias, ciudades, en este contexto de crisis global: los viejos problemas, que siguen sobre la mesa, requieren nuevas soluciones y los problemas nuevos necesitan quien los atienda, aunque todas las manos ya estén ocupadas. Se hace imprescindible comenzar a atar cabos. La capacidad de un gobierno de abrir frentes no es infinita.
Que las pantallas de los canales prefieran mostrar las playas y los paseos que reabren, tímidamente, en algunos países de Europa, no significa que la amenaza del coronavirus haya quedado atrás. Un repaso somero por algunas cifras permite advertir un escenario muy diferente: el lunes pasado fue el día con mayor cantidad de casos reportados en el planeta desde que comenzó la pandemia. Eso se explica por la explosión de la enfermedad en el tercer mundo, donde países como Brasil, la India, Rusia y México tienen enormes problemas para contener la enfermedad; pero también por un nuevo aumento de infecciones en los Estados Unidos, donde ya son más que durante el pico en Nueva York.
En ese contexto, hay tres premisas que son ineludibles a la hora de evaluar las condiciones para enfrentar la segunda mitad del año. El virus se quedará con nosotros por lo menos algunos meses más, lo suficiente para requerir respuestas consistentes más que contingentes. El aislamiento es la herramienta más efectiva para contener la pandemia hasta tanto la ciencia no encuentre una cura o una vacuna efectiva. Mientras tanto, aparecen tratamientos que pueden reducir la mortalidad o la demanda de cuidados intensivos, y se conocen nuevos aspectos del funcionamiento de la enfermedad que permiten diseñar estrategias de contención más efectivas.
Ganar tiempo, por lo tanto, sigue siendo el objetivo de la política del gobierno argentino respecto al coronavirus. Mientras el sistema de salud dé abasto y la tasa de mortalidad siga siendo baja, la situación seguirá bajo control, estiman en la quinta de Olivos. Por eso el presidente Alberto Fernández decidió terciar de manera salomónica entre Horacio Rodríguez Larreta, que proponía volver a cerrar el área metropolitana a partir del 5 de julio, y Axel Kicillof que quería aplicar el martillo de manera inmediata. Un rato antes de tomar la decisión, lo había consultado con el equipo de infectólogos y epidemiólogos que lo asesora, quienes estiman que existe un margen de seguridad para demorar el cierre hasta el miércoles.
El tiempo que se ganó desde marzo no solamente salvó miles de vidas, como indican las comparaciones con países vecinos en las que insiste el Presidente cada vez que habla del tema, sino que sirvió también para hacer la mayor inversión en el sistema de salud que se haya hecho en más de medio siglo. Un dato sobresale entre el resto: en esta época del año la capacidad hospitalaria en las zonas más pobladas suele quedar al límite, por la demanda estacional. Hoy, incluso con Covid, está en la mitad. Se explica, en parte, porque se evitan otras enfermedades respiratorias, pero también por la cantidad de camas que se sumaron en cien días y que quedarán una vez que esto pase.
El problema es que la misma fórmula que reditúa en la batalla sanitaria es contraproducente en todos los demás asuntos que debe resolver Fernández y su gabinete. Cada semana que pasa sin cerrar los conflictos abiertos acrecienta la presión política, al punto de que un asunto menor en la agenda, como el rescate de Vicentín, sirvió de punto de apoyo para apalancar a una oposición que tiene muy pocos incentivos para mantenerse cohesionada, en medio de revelaciones de espionaje interno, diferencias políticas nunca saldadas y ambiciones que abundan en una tribu que tiene cada vez más caciques y menos indios. El gobierno debería procurar no darles excusas para cerrar filas.
El Congreso parece haberse vuelto un cuello de botella. La virtualidad es un obstáculo insalvable o una excusa perfecta para quienes se resisten a avanzar en la agenda que propone el oficialismo, según a quién se consulte. En el Senado, Cristina Fernández de Kirchner tiene número para afrontar con éxito la mayoría de las votaciones, pero todavía no encontró la llave para aprobar el pliego de Daniel Rafecas como procurador general, que necesita dos tercios. Dicho sea de paso: esta semana la cámara alta sesionó por undécima vez este año y en sólo seis meses superó la marca de todo 2019, cuando gobernaba la actual oposición y no se escuchaban augures del final de la República, como ahora.
En la cámara baja, sumar cuesta un poco más. Desde Olivos le reprochan a Sergio Massa que no pueda asegurar 129 votos para proyectos clave. En el massismo, por su parte, se quejan porque tienen que defender iniciativas de las que se anotician por los medios y advierten que las mayorías deben construirse antes de hacer los anuncios. Todos tienen un poco de razón. La agenda para las próximas semanas aparece despejada, esperando una decisión política. El dato: ayer, el gobernador de Entre Ríos, Gustavo Bordet, muy cercano a Massa, anunció un impuesto extraordinario que pagarán en su provincia los bancos, los dueños de más de 1000 hectáreas y las droguerías. La necesidad es pragmática.
Si no hay sorpresas, en pocos días Fernández podrá anunciar el final exitoso de las negociaciones con los acreedores externos. Finalmente, podrá ponerle el sello de misión cumplida a uno de los pendientes que asumió cuando se hizo cargo de la Casa Rosada. Será un doble triunfo: político y económico, porque el acuerdo dejará las manos libres del ministro de Economía, Martín Guzmán, para implementar un programa económico que permita desandar la crisis. Coincidirá con dos semanas de cuarentena dura que en Olivos esperan que sea el principio del camino de salida de la pandemia. Terminó la primera mitad del año. Empieza una nueva etapa. Es hora de sacar algunas piedras de la mochila.