La pandemia del Covid_19 sacó a la luz, además del desastre sanitario y la crisis socio económica a nivel mundial, los efectos de ciertos comportamientos que los sujetos hemos naturalizado en nuestra vida diaria. A partir de la política de aislamiento y la imposibilidad de salir al mundo exterior nuestros entornos de interacción prácticamente se han reducido al uso de internet y redes sociales. A esto se suma la necesidad de la población por estar informada constantemente, y la obligación de los gobiernos de diversificar sus programas a formatos digitales para continuar con los planes educativos y culturales. Desde el confinamiento el uso de internet aumentó casi un 40 % y del WhatsApp cerca de 700 %.
La virtualidad que hoy representa la forma más práctica de vincularnos, para las grandes compañías creadoras de aplicaciones y plataformas digitales es un triunfo asegurado en el partido por ganar nuestra atención, nuestro tiempo y, lo más importante, nuestros datos. Cada click, cada movimiento, cada búsqueda, cada compra virtual se traduce en información certera para modelizar comportamientos humanos y segmentar publicidades. El mercado de los datos lo nutrimos nosotres con 1,7 megabytes de información nueva por segundo.
Aunque en el lenguaje coloquial se utiliza el término de “adicción” para hacer referencia al uso problemático de las plataformas, no se trata de responsabilizar al individuo o reducirlo a una psicopatologización. Esta forma de análisis niega la gravedad del impacto condicionante que producen las redes sociales desde una perspectiva social, que no depende de un ejercicio de auto regulación o algunas precauciones que podamos tener. El efecto sobre la vida relacional es consecuencia directa de cómo están diseñadas y sobre todo los comportamientos, valores y hábitos que potencian por fuera del ecosistema digital. Como explica la periodista Mariana Moyano, escritora del libro "Trolls S.A", el uso de las plataformas estimula la liberación de Dopamina, una sustancia que en los humanos “genera pequeños destellos de placer cada vez que se producen interacciones virtuales”. No casualmente es el mismo circuito neurológico que ocurre con el consumo.
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A diferencia de otros contenidos culturales las redes sociales no tienen límites. Aquí no funciona la técnica de mantener al público cautivo en una dimensión espacio temporal establecida como puede ser una revista o una obra de teatro. Las narrativas se han transformado en puntos de fuga. Los links nos proponen otros lugares, que nos envían a nuevos productos de la misma u otra plataforma, y así infinitamente. La oferta se multiplica y siempre habrá un perfil más para visitar, un video o una historia disponible. La lógica hace de las personas su recurso de alimentación central en dos dimensiones: en primer lugar porque son quienes producen contenidos consumibles por otres; y en segundo lugar ya que somos quienes generamos información y datos que luego las empresas utilizan para vender y generar rentas.
Sin embargo el tema se complejiza cuando comprendemos que del simple estudio de nuestros comportamientos a la posibilidad de moldearlos hay un solo paso. A Donald Trump le gusta esto y sabe cómo hacerlo. Santiago Bilinkis , tecnólogo y economista, autor del libro “Guía para sobrevivir al presente” explica: “Uno busca en las redes calmar la angustia y lo único que las redes provocan es más angustia, como las bebidas azucaradas que las tomás porque tenés sed pero te dan más sed. Uno busca el alivio en la red pero lo único que te genera es necesidad de más red”. Este asunto requiere no subestimar el poder de las emociones y cómo las canalizamos. El carácter comercial está orientado hacia la producción compulsiva de necesidades de los usuarios, que muy lejos de ser satisfechas la lógica de las redes sociales suelen amplificar incrementando los efectos perjudiciales sobre la vida exterior. Competimos todo el tiempo por la atención de las demás. La sensación es que con cada click abrimos un frente de batalla nuevo al que tenemos que responder, porque quedarse afuera no es una opción, pero abarcar todo nos enloquece. Paradójicamente en lo social el hábito se hace carne y refuerza el funcionamiento de los mismos mecanismos reproductores de malestar y frustración .
Si hay algo que se ha verificado en la era de la hiperconectividad es que la subjetividad se construye en y con los dispositivos digitales, y que las tecnologías de la comunicación desempeñan un rol fundamental en los procesos de socialización. Los recursos digitales median y regulan las formas de vincularnos y ser. Las representaciones, nuestros deseos e imaginarios se han convertido en un producto cultural y las experiencias de vida se han estandarizado. Como si lo único importante fuera la posibilidad de mostrar y conseguir un volumen de interacción que nos vuelva socialmente válidos y deseables. Como sostiene Bilinkis, en una entrevista para el diario Página/12, “ todo el esquema de los likes y la cantidad de seguidores hizo añicos nuestra autoestima. Y no se limita a los adolescentes. Los adultos estamos tan entrampados como los chicos. En este momento realmente vivimos la vida para mostrarla”. Se reduce la vida a las cuantificaciones y el valor propio pasa a ser una construcción colectiva.
Las redes, sobre todo aquellas donde la imagen y sobre exposición son el principal recurso comunicativo, favorecen la reproducción de las diferencias sociales. Los capitales económico, social y cultural pasan a ser un eje central de la diferenciación. Los privilegios de la vida exterior son variables que intervienen de forma directa en la competencia por los “Me gusta”. Las fotos de viajes, las casas lujosas y ordenadas, las cocinas amplias, los jardín más coloridos o los cuerpos desnudos que responden a estereotipos de belleza hegemónicos ranquean mejor. Esto se ve potenciado por los mecanismos de auto selección por los que el algoritmo crea “cámaras de eco” donde se muestra información de personas similares.
¿Existe alguna forma de poner límites a esto? ¿Podemos ejercer el consumo responsable? El desafío ante el panorama antes descripto es educativo pero sobre todo político . En principio por la obligación de reducir la brecha digital existente que no se soluciona solamente con la entrega de computadoras sino con la transformación de variables estructurales. No se puede confundir la educación digital con la entrega masiva de dispositivos o el uso de aplicaciones en la docencia. La tecnología es una herramienta central en el proceso de democratización, pero una sociedad más igualitaria también necesita de prácticas de concientización digital, acompañamiento o mediación activa con perspectiva crítica sobre su impacto socio cultural.