Los cortes de energía de Edesur vuelven a poner en primer plano uno de los problemas principales de la actual administración y también de las precedentes: la planificación del desarrollo. Que el oficialismo diga que no cree en planificar y que su tarea es solamente ordenar las cuentas importa poco. Incluso creer que la planificación es responsabilidad del mercado y no del Estado también es una forma de planificación.
Luego de 15 meses de gobierno quedan pocas dudas de que el sostenimiento de la legitimidad oficial reside exclusivamente en el freno tendencial de la inflación. Dado que la acción del gobierno en el resto de las áreas, a excepción de algunas desregulaciones, pivotea entre inexistente y horrible, se comprende que el mileísmo haya atado su suerte al dólar barato como instrumento de estabilización ficticia. Mientras tanto, por debajo de la superficie, ruje el magma de la insustentabilidad.
En el camino, y aunque las huestes de La Libertad Avanza (LLA) sepan que son gobierno por los fracasos de sus predecesores, también se autoconvencieron de ser los portadores de un cambio cultural ultraconservador, de una nueva “batalla cultural”, pero en sentido inverso a la de las primeras décadas del siglo. Imaginan que la sociedad no solo se hartó de la inflación y tal vez de la vieja composición del déficit disfrutado por “la casta”, sino que rechaza también los discursos identitarios y las libertades civiles conseguidas en la post dictadura. En estas visiones los libertarios se parecen mucho más al viejo conservadurismo de lo que les gustaría asumir, son ultra liberales en el discurso económico y ultraconservadores en todo lo demás. Es innegable que la sociedad estaba harta de la inflación y, por eso mismo, enojadísima con “la casta”, pero también es evidente que esa misma sociedad no da señales de querer retroceder con el liberalismo social conseguido desde el regreso de la democracia. Y ello es así aunque, en el altar de la lucha contra la inflación, haya optado transitoriamente por tragarse todos los sapos libertarios, hasta el de la criptoestafa.
Sin embargo, no todos los batracios están conjurados. Los cortes de Edesur sacaron a la luz (la paradoja fue involuntaria) algunos sapos del libertarismo que, por sus efectos en la vida cotidiana, se volverán cada vez más intragables. El primero es el de la ausencia de planificación. Y el segundo y relacionado es el más insólito, el de la guerra contra la obra pública. El cambio parece absolutamente radical, hasta ayer nomás la actividad preferida de cualquier gobernante era la inauguración de obras, incluidas las pre y post inauguraciones. En el presente, si se atiende a las encuestas que muestran que el apoyo a LLA se mantiene alto, la obra pública pasó de virtud a latrocinio, un pecado casi tan grave como la “aberrante” justicia social. De hecho, los funcionarios libertarios, como se escuchó esta semana en la feria minera canadiense, andan por el mundo explicando que los argentinos ya no son los mismos y que ahora aceptan no solo la necesidad del ajuste más grande de la historia, sino también la completa retirada del Estado hasta de sus funciones más elementales. Como muestra allí andan los propietarios de vehículos cero kilómetro, circulando felices con patentes de papel, aparentemente convencidos de la necesidad de terminar con el curro de las chapas patente.
Pero la marcha va por dentro. La obra pública es sobre todo infraestructura, como por ejemplo redes viales y provisión de energía. Una infraestructura de calidad baja costos de producción y es una de las claves de la competitividad sistémica de cualquier economía. Eliminar la obra pública supone no solo que se estanque su crecimiento, sino el progresivo deterioro de la infraestructura existente. El resultado no es solamente un país más feo, sino mayores costos y pérdida de competitividad, es decir, es un grave problema económico.
Alguien con ceguera ideológica, y que además nunca haya analizado cómo se resuelven estas asignaturas en los países más desarrollados, podría argumentar que si el Estado se retira, las obras serán hechas por los privados. Javier Milei fue taxativo con su patético ejemplo de la construcción de puentes. Pues bien, no solo no sucede que los privados tomen la posta guiados por las señales del mercado, sino que el caso de Edesur muestra lo que realmente ocurre cuando el Estado, luego de correrse de la provisión de un servicio público, fracasa también en su regulación y planificación.
Tras los apagones en la zona sur del AMBA de esta semana la mejor salida de una parte de la política fue recurrir al trajinado “culpómetro” metiendo el problema dentro de “la grieta”. Los analistas sectoriales, en cambio, explicaron de manera bastante unánime que el problema de fondo fue la crónica subinversión en la infraestructura eléctrica en general y de Edesur en particular. Vale recordar que tras las privatizaciones de los años ’90 el sistema eléctrico se dividió en distintas firmas y áreas y quedaron separadas las etapas de generación, transporte y distribución. Edesur es solo el resultado de la partición de una vieja distribuidora estatal. Su actual controlante, la multinacional italiana ENEL, hace años que quiere salir de Argentina. ¿Pero por qué subinvirtió Edesur desde su privatización? Existen dos respuestas según la ideología. Una dice que es porque se le congelaron los ingresos y otra porque los empresarios son malos y prefieren fugar sus ganancias extraordinarias. Una aproximación menos ideológica podría concluir en cambio que simplemente, bajo todas las administraciones, hubo deficiencias de distinto grado en la planificación y el control.
Es verdad que durante los últimos gobiernos peronistas hubo retrasos tarifarios, pero lo que no pagaron los usuarios fue parcialmente cubierto por el Estado vía subsidios, lo que tuvo como contrapartida innecesarios puntos crecientes de déficit fiscal. El problema fue principalmente para la macroeconomía, no para las empresas. En años recientes, la disputa por el ajuste tarifario a los consumidores fue también uno de los núcleos del conflicto al interior del Frente de Todos. Es una historia conocida. Recién con la llegada de Sergio Massa al Ministerio de Economía en 2022 las tarifas comenzaron a ajustarse. A Martín Guzmán no lo dejaron hacerlo y fue una de las causas del hartazgo que lo llevó a la renuncia. Finalmente, desde que LLA llegó al gobierno las tarifas se multiplicaron, con el consiguiente impacto en el ingreso disponible de los asalariados y en los costos de producción. Hoy los usuarios pagan en la tarifa, en promedio, alrededor del 80 por ciento del costo y los subsidios cubren el 20 restante. La oposición Nac&Pop insiste en que el problema es que, a pesar de las tarifas altas, las empresas siguen sin invertir y, efectivamente, los cortes son una señal de que las inversiones en la calidad del servicio siguen demoradas. Pero el verdadero problema de fondo, de ayer y de hoy, sigue siendo la planificación y el control de la inversión. Y si los gobiernos precedentes no lo hicieron bien, el actual, retirando al Estado, podría estar haciéndolo mucho peor y profundizando el problema.
La conclusión preliminar es que la infraestructura, al igual que el control de la inflación, debería ser parte de un nuevo corpus de consensos económicos básicos que queden definitivamente fuera de cualquier “grieta” política. Si la sociedad no reacciona y decide seguir entregándose a la bacanal culinaria de sapos libertarios o si se limita a creer que los problemas de subinversión sólo son responsabilidad de la maldad empresaria que “explota nichos de alta rentabilidad para fugar excedentes”, los cortes generalizados de energía habrán sido solo un adelanto de lo que podría suceder con el conjunto de la infraestructura, desde la provisión de todos los servicios públicos a la logística de transporte.