Imposible ese final si uno de “Los dos Papas” no hubiese sido Francisco. Fernando Meirelles, el director de la película de Netflix de 2019, es brasileño, es decir, sabe de qué se trata el poder del fútbol. Pero Meirelles sabía ante todo que Jorge Bergoglio resultaba ser el Papa más futbolero de la historia. Y que su país era el de Diego Maradona y de Leo Messi. Pocos saben que al otro Papa de la película, el alemán Joseph Ratzinger, también le gustaba el fútbol. Por ciertos esquematismos de la película (Bergoglio era el Papa bueno, Ratzinger el malo) no hubiese sido conveniente recordar que también el alemán era futbolero.
“¿Dónde estará la fascinación por un juego que asume la misma importancia que el pan?”, se preguntaba Benedicto XVI años atrás. Ratzinger decía también que la disciplina del entrenamiento permitía el máximo de la libertad, del gusto al juego, de la diversión y, pocos lo hubiesen imaginado, concluía su reflexión sobre la pelota con una bellísima afirmación: “el fútbol –decía el Papa alemán- es un pequeño anticipo al paraíso”. En la película, el paraíso terminó siendo para Ratzinger. Porque la parte final muestra a ambos Papas compartiendo sofá y siguiendo por la tele la final del Mundial de Brasil 2014 que Alemania ganó 1-0 a la Argentina de un Messi que terminó en llanto, como casi todos nosotros.
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Pero Francisco, es cierto, fue el Papa futbolero. El Papa que flameó banderas de su querido San Lorenzo, que puso en el Museo Vaticano la Libertadores “cuerva” y los guantes del arquero mendocino Sebastián Torrico, uno de los héroes de la conquista, que se los llevó en persona (el Papa polaco, Juan Pablo II, fue arquero en su niñez). Francisco fue un Papa tan humano que ablandó hasta a Diego Maradona, al Diego que años antes se había espantado del oro del Vaticano, y también de otros atrasos sociales que lideró la Iglesia Católica con una prédica que, ya desde hace muchos años, perdió influencia a partir del crecimiento enorme de la Iglesia Evangélica, como sucedió también dentro del fútbol. Diego solo le ofrecía una competencia pagana, aunque con milagros evidentes, como la tarde de sus dos goles contra Inglaterra de México 86.
Acaso por eso Francisco no se enojó nunca con un célebre cura de Racing, Juan Gabriel Arias, a quienes sus superiores se negaron en su momento a su ordenación, después de un escándalo de barras bravas que lo metió preso en un partido en Lima, Perú. “Es importante que la palabra de Dios también esté en la tribuna”, lo alentó sin embargo Francisco, que creció gritando los goles de René Pontoni, pieza clave del San Lorenzo campeón de 1946, al que vio fecha tras fecha, inclusive en la coronación en la cancha de Ferro. Cuando asumió su papado, su fanatismo futbolero fue uno de los datos más citados. Argentino, peronista y futbolero, en medio de un recorrido a veces ambiguo en la Argentina de dictaduras, tan cerrado como el de los pasillos secretos y esa doctrina antigua del Vaticano. Elegimos al Papa de los pobres y los humildes. Como elegimos también al fútbol del “people’s game”, el deporte del pueblo, como lo llamaron originalmente los fundadores ingleses que luego, como le sucedió al mundo, le regalaron la pelota a magnates, estados petroleros y fondos de inversión.