La intimidad Puccio

14 de agosto, 2015 | 19.17

El Clan es una película que se arma con dos columnas contrapuestas; los resultados de la investigación sobre el inolvidable "caso Puccio" y el ejercicio de reconstrucción de lo inajenable: la fidelidad ante un secreto familiar identitario, sanguíneo, íntimo. Si bien la organización dedicada al secuestro extorsivo estaba articulada en torno a Arquímedes Puccio, contaba con la participación de otros cinco nombres –entre ellos, el de un coronel retirado –que se escondía con el título de "Comando de Liberación Nacional". Sin embargo, las circunstancias del rescate de la última víctima de la cadena de secuestros determinaron que el caso era el de una familia. Los Puccio.

Pero también lo determinó el otro disfraz. Porque no sólo se resguardaron en la consigna de liberación del país sino que además los méritos de Alejandro Puccio en el rugby –en el CASI y en los Pumas –oficiaron de fachada para un secreto familiar que parecía inexorable. Y también de carnada. Las víctimas, al principio seleccionadas entre las más adineradas del entorno del club, eran tenidas en condiciones infrahumanas en la casa donde vivían los Puccio. Entonces, se vuelve claro que el mayor horror no reside en haber ejecutado a los cautivos luego del pago del rescate (quienes se ensuciaban las manos eran los otros miembros del ficticio Comando), sino que el mayor horror reside en la cercanía con el secuestro. Nadie puede anteponer el carácter de perfecto manipulador de Arquímedes Puccio para con sus hijos frente a la complicidad de convivir con el secuestro en el sótano de tu propia casa.

Es el juego de complicidades lo que tematiza la extraordinaria película de Trapero. En primer lugar, porque la organización extorsiva tenía sus antecedentes por lo menos en los últimos años de la dictadura militar más desenfrenada de la Argentina. La participación del ex coronel y el apoyo inicial del comodoro son las piezas que sostienen la continuidad de los crímenes y el enriquecimiento, a pesar de las impertinencias por momentos cómicas de esta organización.

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El comienzo de la película subraya tal vez demasiado este vínculo que Arquímedes tiene con figuras políticas que se proponen sobrevivir con su modus operandi al regreso de la democracia. Se instala la idea de que el terror tiene la capacidad de reinventarse en el marco de un gobierno radical con pocas expectativas de firme gobernabilidad. Es interesante que aparezca este relato porque expone continuidades que plantean preguntas que no se saldan con fechas que capturan un período fijo. De hecho, encontramos esta vez en los ochentas el silencio sobre el terror. Acá es donde se abre la segunda arista del juego de complicidades dado que hallamos a una familia conviviendo con cautivos en el sótano de su propia casa, cautivos a los que se les reserva un plato de comida y se los oye gritar por ayuda encima de la radio siempre encendida. Maguila, uno de los hijos de Arquímedes, huye al exterior y luego regresa convencido por Alex para reincorporarse al negocio familiar; y Guillermo, uno de sus hermanos, encuentra el pasaje de huida en el marco de una gira propiciada por el rugby de la que nunca regresa. La película no vacila a la hora de mostrar cómo los cinco hijos de Arquímedes conviven con la certeza del terror en su propia casa.

Sin embargo, el núcleo de la relación filial está concentrado en la complejidad del tratamiento del vínculo entre Alex y su padre. Tanto Guillermo Francella como Peter Lanzani realizan interpretaciones soberbias que sin duda abrirán sus carreras hacia nuevos terrenos. Es increíble advertir cómo dos actores –sobre todo el primero –con discursividades tan consolidadas en sus rostros, logran sustraerse a todo lo que imantan para cualquier espectador y conformar personajes que de ahora en más evocaremos cada vez que veamos sus caras. Es visible asimismo el trabajo actoral abocado a sostener un guión que articula un vínculo estrecho y evasivo a un tiempo. Padre e hijo son los motores de los crímenes desde posiciones bien diferenciadas pero necesarias. Alex detiene su caída con el ascenso de su vida personal marcada por el éxito deportivo, el proyecto amoroso y el negocio propio; todos crecimientos que, aunque parecen alejarlo de la profesión de su padre, lo reenvían una y otra vez a participar de manera activa o pasiva en él. Incluso, el único momento en que Alex logra enfrentar a su padre –lo muele a golpes en una celda –no hace sino responder al imperativo de éste quien, poco antes, le había pedido de manera explícita que lo golpeara para maquillar una golpiza policial inexistente. El único acto de liberación que podrá realizar, responderá a su fuerte en el rugby: correr; el fallido intento de suicidio se compone en una escena memorable del cine nacional que deja a todos los espectadores fascinados y horrorizados frente a un realismo poco visto en la pantalla grande local.

La película presenta un ritmo de vértigo y un orden no lineal que alterna con material de archivo y prospecciones poco favorables para la secuencia narrativa. No obstante, es evidente que existe un afán por enmarcarla en una cronología y por hacerla saltar al mismo tiempo. Ahí reside el centro de la propuesta de este largometraje.