“Una cosa es saber que nos vamos a morir, y otra es que te lo recuerden todos los días”, expresaba un tuit reciente en una frase que resume un tema tan complejo como angustiante, y un buen disparador para abordar la relación que la actualidad pandémica nos propone con la muerte y el miedo a ella, uno de los procesos sociales de más importancia a nivel simbólico y cultural. Desde el inicio de la pandemia en 2020 cada jornada que pasa nos vamos a dormir conociendo las cifras de nuevas muertes por Coronavirus y amanecemos esperando actualizaciones aterradoras. La muerte es uno de los imaginarios de mayor significación en la historia de la humanidad. Básicamente porque, junto con el nacimiento, son las dimensiones básicas e inherentes al ser humano. Sin embargo los imaginarios, las significaciones y sentidos que se producen con respecto a la misma dependen y se modifican con los contextos sociales e históricos. ¿Cómo afrontamos la muerte en tiempos de coronavirus?
De un día para el otro, en un proceso que se volvió lentamente imperceptible, los ciudadnxs del mundo tuvimos que incorporar la figura de la muerte a la trama de la vida cotidiana, algo para lo que nadie nos educó ni preparó emocionalmente. Son muy pocas las culturas en el mundo que todavía conciben a la muerte como una parte del ciclo de la vida en la dinámica de una existencia dual. La psicoanalista Marina Calvo explica que la muerte es un tema habitual y cercano para los seres humanos desde siempre: “todxs tenemos el conocimiento lógico de que somos seres mortales, pero si acaso nos morimos -como si fuera una contingencia y no un destino ineludible- esto no va a ocurrir hoy. La novedad de la pandemia, tal vez, es que lo que encontró un límite fue la fantasía omnipotente de dominarla”.
Imaginarios y relatos sobre la muerte en la posmodernidad
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Hasta fines del siglo XIX la humanidad transitaba la vida pensando que la muerte podía llegar en cualquier momento. Lxs víctimxs de guerras y otras pandemias, como la Peste Negra o la Gripe Española, eran más habituales y se encontraban en el orden de las cuestiones sociales que podían pasar. Lxs niñxs presenciaban nacimientos y también veían morir a familiares en sus hogares. Las mujeres fallecían con asiduidad en los partos. Los funerales se organizaban en las casas de familias a modo de encuentros sociales multitudinarios. En muchos casos la muerte era un ritual organizado y se transformaba en una ceremonia ampliada, que luego se trasladaba a los cementerios y tumbas. Por supuesto que el cristianismo, la institución eclesiástica y las religiones mediaban entre la vida y la muerte, y la simbología mortuoria, como los vestuarios negros y el luto, estaban mucho más presentes en la experiencia intersubjetiva.
Desde mediados del Siglo XX esta situación cambió rotundamente gracias a los avances científicos y el mejoramiento en las condiciones de vida de gran parte de la población mundial. Además los proceso de secularización han reducido el papel de la religión en el proceso de morir. Las situaciones cercanas a la muerte se alejaron de la dinámica orientada a la unidad familiar para hospitalizarse y medicalizarse. En términos socio culturales la muerte se liga mayormente a la vejez avanzada, a enfermedades incurables, y a ciertos sectores sociales que son sistemáticamente violentados por el sistema. Como sintetiza Calvo “el triunfo sobre ciertas enfermedades y la longevidad que ha logrado la parte más pudiente de la humanidad, abonaron el terreno para el fortalecimiento de ciertas formas re negatorias de la muerte”.
La muerte se transformó en un tema prohibido, o tabú. El ritmo que propone el neo liberalismo, la exaltación del consumo, el mandato de la juventud permanente y los nuevos discursos New Age sobre la búsqueda de la felicidad y el bienestar básicamente evitan la muerte, la retrasan al máximo posible, la esconden en los cementerios. A esto se suma una cultura digital construida en base a algoritmos y acciones de inteligencia artificial que han remodelado nociones sociales básicas sobre la finitud del ser humano. Vivimos la vida tratando de evitar pensar en la muerte propia o ajena, y como nunca antes más de unx se siente inmortal.
El Covid y la sensación de cercanía de la muerte
Las narrativas pandémicas y la obsesión cuantificante, típica de los tiempos que vivimos, hegemonizaron los medios de comunicación. Representada en números, en análisis de datos y estimaciones, la muerte se corrió del lugar histórico de lo privado, lo tabú, lo íntimo y familiar, para encabezar todos los diarios, los noticieros locales, y las agendas internacionales. En el contexto actual casi todo se ordena en base a la cantidad de fallecimientos. Paradójicamente, este proceso de híper racionalización y calculabilidad, que pone paños fríos sobre la cuestión por la única razón que de cualquier otra manera nos resultaría insoportable, convive con la experiencia de la muerte a flor de piel y el miedo que eso provoca.
Al respecto la psicoanalista considera que ese tipo de tratamiento resulta “excesivo y carente de elaboración”: “los medios no pueden en una mismo pie de pantalla poner la cantidad de contagiados, de muertos, la temperatura y el dólar blue. Esto no permite ningún tipo de simbolización colectiva y sólo apuntala la sensación de catástrofe que es desorganizante y aún más traumática”. A la escena pre pandémica donde la muerte era una problemática cada vez menos espiritual, menos comunitario, y menos vívida, se introdujo una suerte de deshumanización de las víctimas y la tendencia a pensarla como producto de una gestión administrativa y un evento estadístico.
“Hoy asistimos a nivel global a un cierto reposicionamiento de la certeza respecto a la muerte que casi sorprende por la horizontalidad de la preocupación; todos podemos vernos afectados en mayor o menor medida más allá de que la categoría de ‘grupo de riesgo’ haya también operado para sostener la renegación en relación a uno mismo”, dice Calvo. En este sentido para sostener las prácticas habituales en nuestra vida diaria, que sin dudas se vieron afectadas en términos de logística pero también afectivos, psicológicos y emocionales, tendemos a recuperar cierto grado de seguridad a partir de la construcción de dos grandes discursos que han sido estimulados, sobre todo, por los medios de comunicación del sistema y los sectores sociales y políticos que desconfían de las respuestas colectivas y apuntan a reproducir el "sálvese quien pueda": "’el riesgo es para lxs otrxs’, mensaje que tiende a identificar a lxs adultxs mayores, quienes tienen patologías previas, o quienes no tienen acceso a la salud, como las posibles víctimas; y ‘el riesgo son lxs otrxos’, que se sostiene en el ejercicio de señalar chivos expiatorios y reducir responsabilidades a los jóvenes, el personal de salud, los despreocupados, etc.”.
Sin embargo la relación de las personas con la muerte no puede definirse únicamente en términos autoconservativos o meramente biológicos, sino también de autopreservación o a partir de la representación que cada unx tiene de sí mismx. “A veces los seres humanos morimos biológicamente para seguir siendo nosotros mismos . Y esto explicaría en parte por qué tantos adultos mayores considerados de riesgo siguieron saliendo a la calle y viendo a sus nietxs aunque eso representara cierto riesgo en términos de supervivencia. Y, a veces, renunciamos a ser ‘nosotrxs mismxs’ para lograr sobrevivir, como ocurre en situaciones límite en las que la gente hace cosas que contradicen la base misma de sus creencias y prácticas cosa que se ve por ejemplo en contextos bélicos. La vida y la muerte en los seres humanos no se define únicamente por la biología, aunque esto sea un límite claro. Sin duda como sociedad debemos considerar que la vida es un bien precioso que debemos preservar y garantizar colectivamente. Cada uno tiene derecho a resolver qué considera que es vivir, sin dañar o poner en riesgo a los demás”.