La encíclica “Fratelli Tutti” del papa Francisco no ha tenido demasiado espacio en los medios de comunicación. El aviso de su publicación, algún resumen de su contenido y no mucho más… El conversatorio nacional (y también el global) parece tener otros centros de atención, algunos de los cuales lucen una urgencia que la lectura de un texto de la iglesia católica ostensiblemente parece no tener. Podríamos esperar que “pase todo” para leerla.
Desde aquí se promueve algo distinto. Es muy interesante acercarse al texto porque puede encontrarse allí una clave de lectura muy importante de los tiempos que atravesamos. Habla de la fraternidad entre los seres humanos. De un valor bastante universal porque estuvo en los grandes textos religiosos más antiguos y también fue bandera de la revolución francesa. Un valor que hoy no solamente escasea sino que tampoco es invocado demasiado en los discursos públicos del más variado linaje. ¿Por qué se habla de la libertad y la igualdad pero no de la fraternidad? Bueno, podría ser porque es poca su práctica. Pero en ese caso tampoco estaría muy claro el actual lugar central de la libertad y mucho menos el de la igualdad en el discurso social y político. Con la fraternidad sucede no solamente su escasa práctica en las sociedades liberales sino su negación en términos de principio rector de la vida en común. ¿Por qué tenemos que ser hermanos, se pregunta la corrección política liberal? Y se contesta: no somos hermanos, somos socios, por eso hay una sociedad. La idea de fraternidad, desde esa perspectiva, debilita la libertad, establece un compromiso orgánico con los otros, en lugar del respeto por la individualidad, que es lo que políticamente tiene sentido. El corrimiento de la mirada desde lo individual hacia lo colectivo desemboca, en la mente (neo)liberal en el “mito del pueblo” que no es más que un engaño de los tiranos, el fundamento de las iglesias y la fuente de poderes “populistas” que tienen el autoritarismo como destino. Por eso hay que retirar la idea de fraternidad, porque afecta a la “sociedad”. En la sociedad hay libertad. En la comunidad popular hay esclavitud.
Cuando se examina ese orden argumental, fácilmente se aprecia sus límites. Porque el capitalismo globalizado (la sociedad realmente existente) no es, por cierto, el reino de la libertad. A no ser que se reduzca ese magno principio a la libertad irrestricta del capital para moverse por el mundo. Libertad que no tienen las personas que, en muchos casos, llegan hasta perder la vida en el intento de emigrar de sus lugares de origen, azotados por la guerra, el bloqueo o el hambre. La libertad irrestricta de los mercados, propia del capitalismo financiarizado a escala global no es la libertad absoluta de los seres humanos, sino la fuente central de su esclavitud, origen de las guerras más crueles y del empobrecimiento material y moral de las naciones. La pandemia pone en crisis el concepto predominante de la libertad neoliberal. ¿Qué significa hoy libertad? ¿Significa que el bien principal a defender es el funcionamiento normal de los mercados? ¿Significa que la satisfacción de los deseos y preferencias (o caprichos) de los individuos tiene que ocupar el lugar de valor central, por encima de la vida y la salud de millones de personas?
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No. El camino del abandono de la fraternidad no ha abierto paso a un ensanchamiento de la libertad. Lo que ha conseguido es reactivar la base de ideas que estuvieron en la base de los regímenes políticos más brutales del siglo pasado y generar un nuevo corpus ideológico irracional y destructivo. La pérdida de fraternidad, su suplantación por la idea de la lucha por la supervivencia y el triunfo de los más fuertes es lo que nos ha conducido a esta realidad mundial. Y en la Argentina la cuestión se ha convertido en una cuestión vital. Circulan en estas horas las imágenes de una horda montada en vehículos de alto costo que pretenden imponer su interpretación del derecho de propiedad, más allá de constituciones, poderes judiciales y otras zonceras. Esgrimen como argumento su posición de hombres (varones) blancos y propietarios de tierra. Del otro lado están “los otros”: negros, choripaneros, clientes de la política, malos, peligrosos. Está en juego el derecho de propiedad, dicen. Sin embargo, la justicia acaba de decir que se trata de un conflicto de intereses entre personas propietarias. De lo que se trata, entonces, no es del derecho de propiedad, sino del poder de los poderosos. Los propietarios sublevados son la claque del ex ministro macrista de agricultura, Luis Etchevehere, el hombre fuerte de la Sociedad Rural, patrón y sota en la provincia de Entre Ríos. Para que la situación tenga alcances bíblicos se suma que su origen es el conflicto entre dos hermanes. La fraternidad negada en su literalidad más descarnada por el afán de poder y por el dominio de género. Llevada hasta su límite mismo por el ejercicio de un poder fáctico, no originado en ninguna ley, sino basado en el poder económico y en el uso (o amenaza de uso) de la fuerza.
Dice Francisco en la encíclica: “Destrozar la autoestima de alguien es una manera fácil de dominarlo”. Y más adelante afirma “Hundir a un pueblo en el desaliento es el cierre de un círculo perverso perfecto: así obra la dictadura invisible de los verdaderos intereses ocultos, que se adueñaron de los recursos y de la capacidad de opinar y pensar”. Aquí y ahora estamos asistiendo a esa estrategia que se escuda cínicamente en la “libertad de expresión”.
Difícil no encontrar en esta obra algunas claves para pensarnos a nosotros mismos como pueblo. Difícil también ignorar que el discurso libertario de las nuevas derechas (igualmente neoliberales que las viejas pero con menos apego a la corrección política) está expresando una grave crisis política de alcance global a la que los sufrimientos de la pandemia les dieron el marco de anomia y de crisis de los límites morales, necesario para su desarrollo. Escrito en clave religioso-filosófico-moral, el texto de Francisco ocupa un lugar decisivo en la necesaria autorreflexión política contemporánea.