Es sabido que en el año 1895, durante el estreno de la película Llegada de un tren a la estación de La Ciotat de los hermanos Lumière, los espectadores huyeron de la sala convencidos de que la locomotora acabaría por arrollarlos. ¿Cuál habrá sido entonces la expectativa ante el primer primer plano de la historia del cine, en el año 1901? Por primera vez el ser humano vería su propio rostro en una dimensión que doblaba la estatura de su cuerpo. Sería como ver la cara de un gigante, como ver la cara de Dios. En casi todos los relatos religiosos, el solo hecho de mirar a Dios significa la revelación del conocimiento universal, la disolución del ser humano en el Cosmos. Pero cuando los espectadores contemplaron aquel impávido rostro humano, debieron llevarse una decepción: no solo no decía nada sobre la naturaleza del universo, si no que se resistía a decir cualquier cosa sobre sí mismo.
¿Qué es un rostro? "El rostro solo descubre en la medida en que oculta y oculta en la medida misma en que descubre. De este modo, el aparecer, que debería constituir su revelación, se convierte para el hombre en una apariencia que le traiciona y en la que ya no puede reconocerse", escribe Giorgio Agamben. Y Emanuel Levinas, por su parte, dice que "toda significación, en el sentido habitual del término, es relativa a un contexto: el sentido depende, en su relación, de otra cosa. Por el contrario, el rostro es, en sí mismo, sentido. Tú eres tú. Así, puede decirse que el rostro nunca es «visto»". Ambos coinciden en que el rostro es, por excelencia, lo impropio. Lo intraducible.
El cine fue el primer arte narrativo que hizo del rostro un signo.
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En el teatro, si bien la expresión facial era importante, la distancia entre público y escenario hacía que la expresividad se concentrara en la voz y en el cuerpo del actor. El cine fue el primer arte narrativo que hizo del rostro un signo, una unidad de lenguaje. El primer plano redimensionaba, no ya el objeto filmado, si no la mirada del público: el espectador estaba compelido a rastrear en el rostro una serie de señales que daban cuenta del momento exacto de la travesía del personaje. Al aislar y desplegar el rostro en toda la extensión de la pantalla, el cine lo forzó a decir, por sí solo, una historia. Pero si todo rostro es precisamente aquello que no tiene un contexto, si todo rostro es, por excelencia, lo impropio, entonces la propuesta estaba destinada desde el principio al fracaso. Un fracaso que tuvo como contrapartida un histórico. En vez revelar el rostro, el cine había revelado su misterio.
Este hallazgo histórico, completamente incidental, se actualiza cada vez que asistimos al primer plano silencioso de un personaje. Porque el séptimo arte no se contentó con descubrir lo inexpresable del rostro: lo ejercitó. Se convirtió en el lugar privilegiado de su evidencia y, por lo tanto, de su resistencia. No es que otras artes o disciplinas no hubieran reparado antes en el misterio del rostro humano; lo que sucede es que el cine vino a ofrecerle refugio en el momento justo. Ya asentada la significación moderna del rostro como estampa del valor individual, en el siglo XX se desarrollaron un conjunto de sistemas de interpretación que pretendieron delimitar su naturaleza: las teorías de las razas, la criminalística de Lombroso, los modelos de belleza. A contracorriente del siglo que le dio vida, el cine procuró velar por la impropiedad del rostro. No como si fuera su museo (no existen museos de lo vivo), si no como su guardián.
Sin embargo, ya constituido el cine en arte de masas, la batalla por el rostro empezó a librarse al interior de la pantalla grande. Algo del terror y la esperanza de que el primer plano revelara los rasgos de Dios había sobrevivido al siglo XIX, y ese resto fue reconducido hábilmente por la industria hollywoodense mediante el culto a la cara de las actrices. Este culto se funda sobre un presupuesto: las caras de las actrices dicen más sobre ellas mismas en tanto estrellas de cine que sobre sus personajes.
Hiciera el papel que hiciera, Marilyn Monroe no dejaría de ser una mujer-niña, sensual, pícara y tonta.
A ese nivel intermedio entre la actriz y sus personajes se lo llamó personality, y la cara fue su plataforma de construcción. La personality funcionaba como una matriz sustituta del rostro, como su usurpadora perversa. Gracias a ella, los rasgos de cualquier personaje remitían a los de la celebridad para delimitar un carácter homogéneo, original y productivo. El rostro era sometido a un forzamiento feroz: si tanto se resistía a hablar, la personality lo haría por él.
Al encanto etéreo que emana la cara de la personality se lo suele llamar ángel; se dice de una actriz que tiene ángel o que no lo tiene, como si fuera un don que solo pertenece a unos pocos. Pero en su etimología la palabra ángel tiene al menos dos acepciones fuertes: la que proviene del griego, que designa a un mensajero, y la que se remonta al antiguo iranio, que designa a un guardián; la diferencia es sutil pero significativa: en la segunda acepción el acento no está puesto en el mensaje si no en el esmero de quien lo cuida. El verdadero ángel del rostro cinematográfico no pertenece a tal o cual actriz, si no a cualquier rostro proyectado; no emana de la inocencia o de la sensualidad, porque no transmite ningún mensaje. El cine fue (y tal vez lo sea aún) el mayor campo de batalla por el rostro: un siglo de cruda contienda puede haber enturbiado nuestra visión. Pero cuando un rostro se suspende en la pantalla durante algunos segundos, la polvareda se disipa y el ángel se manifiesta. Nos recuerda que, aún en los tiempos del individualismo consumado, somos, ante todo, lo impropio. Y nos promete que, mientras exista una pantalla grande, nuestra impropiedad estará protegida.