(Por Sergio Arboleya).- El músico, compositor, cantante y filósofo Juan Vila vuelca en su reciente segundo álbum, Axolote, cuyo título remite a una especie de anfibio que habita en México y que preserva su capacidad de transformación al mantener rasgos de su estado de larva, esa experiencia en canciones populares que buscan doblar sin romper.
Las músicas populares son axolotes. Crear una canción en este universo es justamente ese equilibrio entre ruptura y continuidad: es quizás el núcleo de la creación musical como yo la entiendo. El intento siempre es que esa transformación sea orgánica, por eso hablo de metamorfosis y no del simple cambio, señala Vila durante una entrevista con Télam.
Juan ejecuta charango, guitarra y percusión, es doctor en Filosofía y Magíster en Creación Musical, Nuevas Tecnologías y Artes Tradicionales, disciplinas que atraviesan su labor como investigador del Centro de Etnomusicología y Creación en Artes Tradicionales y de Vanguardia (Cedecrea) y una obra integrada por dos álbumes (Pura Semilla, de 2016, que compartió con la chilena Catalina Jordán) y un libro: La Paradoja de la racionalidad.
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Es docente e investigador, especialista en pensamiento latinoamericano y pensamiento ambiental contemporáneo, y dirige un grupo transdisciplinario de filosofía llamado La Filosofía Salvaje.
Además integra la Orquesta de Instrumentos Autóctonos y Nuevas Tecnologías de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, dirigida por el Alejandro Iglesias Rossi, y fue parte del ensamble de danzas folclóricas Tawa Movimiento.
Télam: En Axolote está, por ejemplo, el alegato de la Chacarera del desmonte. ¿Cuán difícil es oponer esa defensa del territorio a la premisa del progreso y la transformación que no puede detenerse?
Juan Vila: El ideal de progreso en nuestra cultura es muy difícil de desarmar por el simple hecho de que no se trata de una idea, sino de un mito. Y el mito es la columna vertebral de las culturas, como bien ya sabe la antropología simbólica. Esta idea de que la historia es algo que avanza es un invento, una construcción que viene de nuestra cultura de raíz semítica, y que pasa por el cristianismo y llega a la modernidad en una versión secular: el progreso, que hoy se ve en lo tecnológico sobre todo. Y no es que no existan progresos, pero la idea de que el tiempo avanza hacia delante es un mito, absolutamente, así como la idea de dominar la naturaleza. Somos una insignificante parte del cosmos, ¿qué vamos a dominar? Ni siquiera logramos dominarnos a nosotros mismos. Pensá que para algunas culturas indígenas, como los mapuche, el tiempo no es una línea, sino un círculo: el pasado está adelante y el futuro detrás. La idea de la Chacarera del desmonte surgió para interpelar, a través del arte, a quienes creen que se puede hacer música al mismo tiempo que destruir los territorios que dieron origen a esas músicas. Eso no es así: si destruís esos territorios, también destruís sus expresiones culturales. Por eso defender la tierra no es sólo defender la biodiversidad sino también defender la diversidad cultural.
T: Al respecto, ¿puede arriesgarse que la del axolote es una figura posible primitiva, pequeña, simple en apariencia- y más eficaz para oponerse a esos proyectos colonizadores?
JV: Absolutamente. De hecho la sola presencia del axolote es un símbolo, porque su existencia implica la existencia de todo su territorio y, por extensión, de la cultura ancestral que lo concibió como un animal sagrado. Es lo que el artista afrocolombiano Adolfo Albán Achinte llama re-existencia, es decir, una forma de resistencia que se gesta en el simple hecho de existir. Por ejemplo: sólo en el hecho de estar, de existir, las comunidades indígenas representan una interpelación resistente al capitalismo global. Por eso mismo muchas veces la reacción de los Estados es simplemente la aniquilación es terrible, pero viene siendo así hace siglos. Con la música pasa otro tanto: la sola presencia de un charango, de un ritmo afrolatino, ya son potentes desde el punto de vista simbólico: simbolizan una presencia cultural que te dice: aquí estoy, existo. Después hay que luchar contra la absorción de esas estéticas por parte del mercado, y eso ya es otra batalla que dar. Por eso me peleo con la idea clásica del folclore, esa filosofía de las danzas nacionales que tratan de convertir las músicas populares en un objeto, fácil de manipular y de vender.
T: Tomando nota de que el cambio es inevitable (y tal vez deseable), ¿qué potencias y qué riesgos exhibe el concepto de transformación en una música de raíz como el folclore?
JV: Esa pregunta encierra mi búsqueda personal como compositor. Yo creo que la creación de canciones en el repertorio popular o folclórico, como se le llama, implica moverse con equilibrio entre dos abismos. El primer abismo es el de la repetición, el del folclorismo: tomar las formas folclóricas como algo sacralizado, sin ninguna inventiva, o peor aún, repitiendo lo que cantó alguien hace 30, 40, 100 años. No tiene sentido hablar de un paisaje rural que ya no existe o que uno no habita. Entonces la primera tarea es implicarse uno mismo en la canción: ¿qué tengo yo para decir, aquí y ahora? Y acá encontramos el segundo abismo: cambiar y modificar las formas tradicionales, sus raíces, como me parece, sin ningún reparo ni respeto por el lenguaje centenario (a veces milenario) de las formas populares. Es fácil cambiar un género si no se lo conoce, pero en realidad eso es sólo hacer algo diferente. Una zamba tiene su forma, su cadencia, su sonoridad, su poética, un aire, un sabor. Entonces sí hay algo que la tradición viene a imponer, con años de creación colectiva. Hay que conocer muy bien cada género, estudiarlo, bailarlo, escucharlo. Paradójicamente, cuanto más estudio estos géneros, más me persuado de que están en constante metamorfosis. Las músicas populares son axolotes. Crear una canción en este universo es justamente ese equilibrio entre ruptura y continuidad: es quizás el núcleo de la creación musical como yo la entiendo.
T: ¿Cuál es para vos la intersección más llamativa entre ambas disciplinas?
JV: En Cedecrea trabajamos con las músicas indígenas de toda América, y en esos contextos, como bien señalaba el pensador paraguayo Ticio Escobar (exministro de Cultura de Fernando Lugo), toda música es una forma de pensamiento. Porque no existe el modo espectáculo como lo hemos concebido en Occidente, y sobre todo Europa. Para las culturas tradicionales, hacer música implica, por ejemplo, entrar en contacto con los ancestros, mediar entre los planos divino y humano, dialogar con la naturaleza, curar a un enfermo; es decir cumple una función social más amplia que la de simplemente entretener o complacer estéticamente al oyente. Por eso en muchas de estas culturas simplemente no existe un equivalente para la palabra arte. ¿Significa eso que no desarrollaron las artes? Todo lo contrario. Significa que allí el arte no es algo que se pueda separar de lo filosófico, lo mítico, lo político. En lo personal, siempre cruzo filosofía y música porque también considero que la música es de alguna manera (esto lo decía Beethoven) como una filosofía suprema. En la música hay formas de comprensión que trascienden la palabra, pero generan más acuerdo y armonía entre las personas que cualquier diálogo posible. La música es un diálogo sin palabras, tremendamente efectivo. Yo siempre digo que ensamblar una canción es un experimento de democracia radical, porque se genera el acuerdo a partir de las diferencias. Cada uno con su voz, con su tono, tensionando, contribuye a crear una realidad superior: la canción. Es hermoso.
Con información de Télam