Soberanía política, independencia económica y justicia social: tal fue la forma concisa y concreta con la que el peronismo entró en la historia argentina. Eso nunca fue puesto en cuestión durante la larga -y duradera- influencia peronista en la historia del movimiento. No lo fue en términos de ideas y de símbolos, pero el tiempo menemista construyó un parteaguas histórico: la alineación automática del gobierno argentino de entonces con las políticas imperiales de la época, la política de debilitamiento del estado argentino y la absoluta identificación de su política con la de Estados Unidos y sus aliados de la OTAN supusieron un fuerte paréntesis en el lugar internacional de la Argentina. La cuestión fue pensada -y criticada- en términos de herejía política contra un mandato de la historia; de hecho lo fue, pero no tuvo el carácter extraordinario con la que fue presentada entonces por propios y ajenos: se entiende fácilmente en términos de la dinámica histórica mundial: aquellos fueron los días del giro general pronorteamericano de la socialdemocracia europea y de muchas de las expresiones históricas del nacional-populismo latinoamericano. Aquel paradigma simple y absoluto en materia de políticas nacionales de los países del “tercer mundo” alcanzó una vigencia fuerte pero relativamente fugaz. Ya el siglo XXI después de los atentados terroristas en Estados Unidos volvió a darle anclaje a la doctrina imperial: ya no era la “libertad” el argumento sino la necesidad de armarse para combatir a un enemigo, que lo era no sólo respecto del imperio norteamericano sino más en general, de todo el “mundo libre”.
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En el mundo y la región de hoy se desarrolla un fuerte replanteo de estos marcos interpretativos. Hablamos de la reciente experiencia de la pandemia y el desarrollo de procesos muy importantes de cuestionamiento del orden mundial sobreviniente después de esa dura experiencia; la “batalla de las vacunas” fue un componente crucial de la discusión de entonces; la experiencia argentina de aquellos tiempos mostró la posibilidad de expandir recursos de autonomía en momentos de graves peligros para nuestras sociedades sobre la base de afirmar la soberanía sanitaria como componente de la soberanía política. Vaya la mención como homenaje a la figura de Ginés González García.
Pero la pandemia no solamente ayudó a la gestación de una conciencia nacional independientes, sino que terminó siendo uno de los puntos de apoyo de la nueva experiencia de la derecha nacional, regional y mundial. La ideología individualista de corte extremista ha ganado posiciones en el mundo. Los miedos al desastre colectivo fueron y son el corazón de la ideología imperial. Podría decirse que estos tiempos son para las derechas filo fascistas “tiempos de revancha”. A tal punto que las ultraderechas se constituyen en el mundo como una contra corriente “revolucionaria”. Como un proceso de contestación a las demandas democráticas y populares asentado en la agitación de los miedos al cambio y la consecuente defensa del statu quo imperial.
En este sitio está colocado el presidente Milei: como un “revolucionario” que cuestiona las certezas surgidas en la última posguerra y enarbola las banderas “puras y duras” del neoliberalismo. Hasta las dictaduras más horribles instaladas en nuestras tierras bajo el manto ideológico y material del imperialismo fundaban sus pretensiones hegemónicas en los valores de la libertad y el progreso. Su estandarte de hoy es otro: es el miedo. El miedo a un enemigo que parece indescifrable e indefinible pero que a cada paso se revela estrictamente funcional a las razones estratégicas de Estados Unidos y la OTAN.
¿Qué significa en ese contexto el discurso del presidente Milei? Es el reemplazo de la razón política por el misticismo, por la apelación a fuerzas superiores que son las que gobiernan el mundo. Por supuesto, el paso siguiente del hombre es presentarse a sí mismo como una de esas fuerzas superiores. Claro que lo específico de su mensaje es que esas fuerzas racionalmente difíciles de explicar son las que inclinan al mundo en la inevitable senda del individualismo, de la desigualdad, del “dominio de los mejores”. En estos tiempos es difícil encontrar en las fuerzas que dominan discusiones sobre el estado argentino, sobre su futuro, su lugar en el mundo: todo su discurso está centrado en una visión providencialista, más cercana a prácticas esotéricas -que tienen todo su derecho, claro, en el interior de sus prácticas pero que no pueden fundar un diálogo entre iguales. O se cree en lo que dice Milei o no se cree; con las consecuencias que cada una de esas conductas traiga políticamente hablando.
¿Cómo se podría fundar la superioridad de “occidente”, es decir de Estados Unidos y sus socios político-militares en términos políticos racionales? El misticismo es un recurso de dominio político. Es lo que hace del presidente no un funcionario político electo según reglas constitucionales sino un vidente infalible llamado por la demanda divina al ejercicio del poder. Es, ciertamente, una experiencia interesante, porque surge natural y dramáticamente la pregunta “¿y eso cómo y cuándo termina?” Porque un mandato constitucional tiene sus formas y sus tiempos, pero a la transmisión mística de un sentido del mundo y de los seres humanas no puede sometérsela a esa práctica. Y estas cuestiones no son laterales, porque el presidente en un país presidencialista no es un ciudadano más: es un símbolo y, en algún sentido es una guía. Los riesgos autoritarios y totalitarios de este tipo de práctica son muy conocidos en la historia nacional e internacional.
A todo esto, hay que agregar que la realidad socioeconómica argentina empeora a pasos agigantados. La descarada manipulación oficial de las cifras produce risa o llanto, pero en ningún caso confianza. Cualquier salida legal-constitucional a esta situación demanda la construcción de mayorías democráticas responsables y sólidas. No pueden imaginarse ni proyectarse formas que pongan en riesgo la vida y la seguridad de las personas. Al mismo tiempo hay que ser conscientes de que la prolongación de una situación como ésta entraña sus propios riesgos y amenazas. Es un tiempo maquiavélico: el célebre filósofo italiano diría “los argentinos necesitan virtud y fortuna”. Empezaremos a ver si se alcanzan o no.