A pocos días del triunfo electoral de 2014, la escena en la Avenida Paulista no dejaba de ser sorprendente: miles de personas marchaban con la consigna "Fora Dilma", como si se tratara de un gobierno en retirada.
En verdad, la imagen no se entiende si no se retrotrae a la particular elección presidencial que habilitó el segundo mandato de Rousseff. A diferencia de las anteriores votaciones donde había dos campos políticos claros, de un lado el PT y sus aliados y del otro el PSDB y las fuerzas conservadoras, en la campaña 2014 la división fue en tercios.
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Marina Silva, ex petista y ministra de Lula, irrumpió con fuerza luego del accidente en avión donde murió quien iba a ser el candidato a presidente por su espacio, Eduardo Campos. Al ocupar ella ese lugar vacante, las encuestas la mostraron liderando las intenciones de voto, a sólo dos meses de las elecciones de octubre de 2014.
Finalmente, el candidato "clásico" de la derecha brasileña, Aécio Neves, del PSDB, finalmente volvió retomar posiciones en la recta final, cuando el efecto Silva se pinchó.
De todas maneras, la primera vuelta electoral mostró ese escenario de tercios: 41% de votos para Dilma, un 33% para Aécio y un 21% para Marina Silva. El dato político era, sin dudas, la baja performance de la candidata oficialista, que en la elección de 2010 había superado los 46 puntos en la primera vuelta.
El balotaje y la relativa cercanía de Neves envalentonó a la oposición, sobre todo a la mediática y económica, que a partir ahí jugaron como nunca antes a que el ciclo abierto por Lula en el 2002 se cierre definitivamente.
El 26 de octubre del 2014, en la segunda vuelta electoral, los brasileños eligieron a Dilma, aunque por un margen estrechísimo: 51.64% a 48.36%. Era, por lejos, la victoria menos holgada del PT y reflejaba una pérdida de votos, no sólo entre los sectores medios urbanos, sino en los bastiones obreros petistas.
Con estos resultados, los dirigentes y los medios de comunicación opositores profundizaron la lectura según la cual, "la sociedad quiere cambiar", y que a Dilma sólo la había salvado de una derrota segura los votos de los pobres del Nordeste, menos "libres" que los demás ciudadanos por recibir el programa Bolsa Familia.
Si esto era esperable, la lectura política de la propia Dilma sorprendió a propios y extraños. Después de una campaña donde polarizó con Neves, subrayando las diferencias entre el modelo de inclusión del PT y el recuerdo de las políticas neoliberales de los años de Cardoso, el gabinete del nuevo gobierno reflejó un inocultable giro a la derecha, particularmente en economía.
La lectura de Dilma pareció haber sido que, ante la crisis económica externa y un triunfo electoral muy angosto, no quedaba otra salida que pactar una agenda económica más cercana a los intereses empresariales y financieros.
Sin embargo, las cosas no salieron bien. Ni bien joaquim Levy piso el ministerio de economía inició una serie de recortes en distintas áreas de gobierno y puso al equilibrio fiscal como meta sacrosanta. Se redujo el papel del Estado como motor dinámico interno y la económica que ya daba signos de recesión, se frenó.
Al mismo tiempo, esa oposición que había arañado el triunfo electoral, profundizó los ataques al gobierno. Las denuncias de corrupción en Petrobras, que en verdad salpican a casi toda la clase política y no discrimina por partidos, fue prolijamente presentado para que sólo tuvieran publicidad los casos cercanos al gobierno.
La masa disponible de millones de personas que en las grandes ciudades votan sistemáticamente a la oposición, fueron impulsadas a ocupar el espacio público, en marchas que cada vez desnudaron más el objetivo de crear un clima propicio al juicio político contra Rousseff.
El gobierno quedó, entonces, encorsetado entre la crisis económica y la política, tras lo cual pasó lo obvio: su aliado de "centro", el PMDB, que en la cabeza de Dilma funcionaba como un buen contrapeso ante las críticas por izquierda del PT, se pasó en buena parte al lado de los destituyentes.
Ante este escenario, finalmente Dilma recurrió a los servicios de Lula, que a pesar de no ser presidente desde hace más de un lustro, sigue siendo el líder político más importante del país. En agosto de este año, en un acto en su cuna sindical y política, San Bernardo do Campo, dijo: "me quedé callado durante mucho tiempo porque tenía que cumplir con mi papel de expresidente...Pero no me dejan en paz. Sólo matan a un pájaro si se queda parado. Yo he vuelto a volar".
Dos meses después de esa frase, Lula ya ocupa un lugar central nuevamente: anunció que podría ser candidato en el 2018, colaboró para restablecer puentes con el PMDB en el Congreso, y sugirió hacer cambios en la política económica, para que vuelva a tener como objetivo defender el mercado interno.
Nada tiene que ser igual, y las experiencias de los países sólo sirven como termómetros generales para pensar la dinámica en otro. Pero sería demasiado inocente pensar que los actores políticos, mediáticos y económicos argentinos no están sacando conclusiones de la deriva brasileña del último año.