Cuando el astronauta norteamericano Alan Shepard, uno de los legendarios “Mercury Seven”, segundo hombre en ser lanzado al espacio y quinto en pisar la Luna, participaba de las primeras experiencias del ser humano fuera del planeta, un chico de 12 años llamado Víctor Demaría-Pesce hacía cuentas y soñaba con convertirse dos décadas más tarde en el primer astronauta argentino. Nacido en un lugar que no conoce, la Base Aérea Villa Reynolds, en Mercedes, San Luis, Víctor creció en Mar del Plata. Estudió Medicina en la Universidad Nacional de La Plata, hizo la residencia en Neurología en Buenos Aires, y al mismo tiempo se especializó en medicina aeronáutica en el primer instituto latinoamericano de esa disciplina (Inmae), dependiente de la Fuerza Aérea, pero abierto a civiles.
“Luego de obtener esos dos diplomas, en el verano 77-78 tuve la suerte de poder partir a la Antártida y cruzar el territorio hasta el Polo Sur [a bordo de una ‘oruga’] –cuenta–. Se trataba de una expedición norteamericana, pero tres cuartos de los integrantes éramos argentinos. Ese sería mi primer trabajo de investigación”.
Para Víctor fue un amor a primera vista. “Casi lloré cuando me tocó volver”, recuerda. Así fue como decidió presentar su candidatura para hibernar en la Antártida y al mismo tiempo solicitó una beca para ir a perfeccionarse a Francia por dos años. Obtuvo las dos cosas. “Me pregunté qué hacer –recuerda–. Pensé que me convenía ir a Francia, primero, y al volver, dirigirme a la Antártida”. El problema es que nunca volvió.
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Hoy lo hace después de haber pasado más de cuarenta años en ese país durante los cuales ingresó al Inserm (algo así como el Conicet de la salud francés, donde en esos años había un puesto para 900 candidaturas), investigó en la NASA sobre los efectos de la falta de gravedad en el organismo, y fue médico de astronautas. Ahora, impulsa un proyecto para probar en el Continente Blanco un sistema de monitoreo a distancia y telediagnóstico llamado “Tempus Pro” que permite controlar la salud de personas en aislamiento extremo, se usará en el próximo viaje a la Luna y, tal vez, en la travesía tripulada a Marte. Ayer se firmó un acuerdo entre el Ministerio de Relaciones Exteriores, la Secretaría para las Islas Malvinas, la Agencia Espacial Europea (ESA) y la Comisión Nacional de Actividades Espaciales.
–¿Cómo surgió la idea de usar el Tempus Pro?
–Si hay un problema con los astronautas de la Estación Espacial Internacional, en ocho horas los traemos de regreso. El procedimiento de emergencia para recuperarlos está previsto. Pero si uno va a la Luna, son cuatro o cinco días. Y a medida que nos alejamos, también dejamos atrás a los médicos. Entonces lo que hay que crear es un nuevo concepto de monitoreo inteligente a distancia. Lo que necesitamos es que nos advierta si hay algo anormal, aunque el/la astronauta no sienta nada. Y como somos muy ambiciosos, tiene que haber una segunda etapa que sea una ayuda diagnóstica y un tercer nivel de asistencia terapéutica: ‘si surge tal cosa, se le puede dar tal y tal otra’. El Tempus Pro es una central médica, un sistema de telemedicina que registra una serie de variables fisiológicas (frecuencia cardíaca, presión arterial, frecuencia respiratoria, temperatura corporal), pero además (y eso es lo que vamos a probar en la Antártida) permite hacer inclusive laringoscopía y ecografía. Todo eso está incorporado en un aparatito minúsculo. La idea es que pueda ser utilizado no solamente por un médico sino también por legos.
–¿Por qué eligieron la Antártida argentina para hacer la prueba de concepto?
–Nosotros utilizamos lo que llamamos ‘análogos espaciales’: se trata de crear una situación en la que podemos simular un cierto número de factores que están presentes en un vuelo espacial. En la Antártida se cumplen tres condiciones: aislamiento, confinamiento y ambiente extremo, que son algunas de las variables más importantes que encontramos al ir al espacio. Tenemos la suerte de que contamos con un laboratorio en la Argentina que es reconocido mundialmente en ese dominio: el laboratorio de cronofisiología, dirigido por el doctor Daniel Vigo, de la Universidad Católica Argentina, que participó en una experiencia de simulación de viaje a Marte. Lo contacté, empezamos a hablar. A pesar de que hace más de 40 años vivo en Francia, sigo siendo argentino. Entonces, en un momento dado, me dije: “Tenemos tantos problemas para hacer una experiencia en nuestras bases europeas, ¿por qué no utilizar las argentinas?” Hablé con el Embajador, me dieron apoyo y para mí fue un orgullo personal cuando presenté la idea ante todos los ministros de los Estados miembros de la Agencia Espacial Europea (ESA) y pude decirles: “Sepan que la Argentina es el único país del mundo que tiene una ocupación permanente de la Antártida desde 1904”. Más de cien años.
–¿En qué consta el proyecto?
–Tiene tres partes: primero probaremos una versión operacional [del dispositivo], luego una intermedia entre el que tenemos y un premodelo espacial, y con el resultado de las experiencias antárticas se va a hacer el que irá al espacio. Vamos a desarrollar investigaciones científicas que serán útiles también para las dotaciones que van a la Antártida. Por ejemplo, un protocolo de ejercicios físicos que será aplicado en los que van a la Base Belgrano, o la detección de alteraciones inmunológicas y el posible síndrome de stress. La primera etapa la hicimos en dos bases, Carlini y Belgrano. Esta última está a 1.300 km del Polo Sur.
El año que viene, si todo marcha bien, firmaremos un convenio definitivo que asegurará a los argentinos el acceso directo a todos los datos y la participación en nuestras experiencias. También queremos que en un futuro astronautas europeos puedan hibernar o por lo menos participar en la campaña de verano junto con militares y científicos argentinos. Inclusive usar las bases argentinas como modelo de entrenamiento.
–Usted se especializó en el estudio de los ritmos circadianos y la adaptación del ser humano a ambientes extremos. ¿Alguna vez lo experimentó en primera persona?
–A principios de los años ochenta, cuando ingresé al Inserm, era la gran época de investigación del buceo profundo y empezaron a hacerse estudios para ver hasta dónde podía llegar el ser humano. Participé en una de esas experiencias y en ese momento marqué un récord mundial: pasé 28 días encerrado en una cámara hiperbárica: más de un día y medio de compresión hasta alcanzar los 400 metros de profundidad, cinco días allí y 21 días para salir. Esa fue mi primera experiencia en un ambiente extremo. Después viví el aislamiento en cuevas, hasta que a partir de 1984 me dediqué al espacio. Me fui a trabajar cuatro años a la NASA, al Ames Research Center, donde estudié animales, como monos Rhesus, que volaban en las cápsulas Cosmos rusas, y seres humanos que integraban las dotaciones de la Estación Mir y volaban en el transbordador.
–¿Después de su regreso, se sigue controlando a los astronautas?
–A las personas que viajan al espacio se los sigue de por vida. Y desde hace unos años se decidió seguir también a la segunda generación; es decir, los hijos de todos los astronautas son chequeados regularmente.
–¿Desde el punto de vista médico, cómo se prepara el próximo viaje a la Luna?
–Pasamos años y años dando vueltas alrededor de la Tierra, después se construyó la Estación Espacial Internacional (EEI) y desde hace 21 años hay presencia humana permanente en el espacio. En un momento dado, se decidió volver a la Luna. Mucha gente se pregunta ¿para qué, si ya llegamos? Pero el asunto no es volver para descender y emprender el regreso, sino para instalarse. La Luna es para nosotros la rampa de salida para ir a Marte. Desde el punto de vista médico, es un desafío muy grande. Entonces, hay que establecer una estrategia de investigación para decidir cuáles son las prioridades para que el ser humano pueda sobrevivir a una estadía en la Luna y un viaje a Marte. Y el que se encarga de eso, en la ESA soy yo.
–¿Está previsto que vaya un médico en el equipo?
–Todavía no. Por ahora, se va a utilizar el mismo esquema que con la misión Apolo. Habrá un primer vuelo de ida y vuelta con la cápsula vacía, con maniquíes, porque se van a testear los sistemas informáticos y la trayectoria. En el segundo, tripulado, los astronautas orbitarán la Luna. Y en el tercero viajará una pareja que volverá a posar sus pies en nuestro satélite natural. Las cápsulas, más grandes, modernas y confortables que la Apolo, llevarán a cuatro viajeros, y sabemos que en los tres primeros vuelos habrá siempre un astronauta europeo. Estamos en negociaciones para que pueda haber un europeo que camine sobre la Luna. Comenzaremos con expediciones de dos, tres, diez días y luego un mes. Después, con el mismo esquema de la EEI, seis meses. El problema es que, después de estos años de investigación, sabemos lo que pasa sobre la Tierra, lo que ocurre en gravedad cero o casi cero. Pero no sabemos nada de lo que pasa en gravedad parcial. Los únicos datos que tenemos vienen de un proyecto que no era para nada científico, y eran únicamente para seguir el estado de salud de los astronautas: el proyecto Apolo. ¿Y cuánto tiempo estuvieron los astronautas de la Apolo 11 sobre la Luna? Dos horas y media. Los de la Apolo 17 no llegaron a tres días. ¡Nosotros estamos pensando en enviar seres humanos durante diez días! No tenemos ni la menor idea de lo que va a pasar. Hay que estudiarlo.
–¿Qué se sabe de esas experiencias, qué modificaciones se produjeron en el organismo de los astronautas?
–Se sabe que no fueron irreversibles. Las mayores las estamos viendo ahora porque el progreso tecnológico nos lo permite. Por ejemplo, la modificación de la posición del cerebro, que se convierte casi en definitiva, los problemas de visión que tienen después los astronautas… todo eso casi no se sabía.
–¿Qué le ocurre al cerebro?
–Todo el sistema cardiovascular humano está hecho para luchar contra la gravedad. Es decir, hay una fuerza activa que hace que la sangre que llega a los pies vuelva a la cabeza, porque el cerebro tiene que estar oxigenado. En el espacio no hay gravedad, entonces, el sistema envía los líquidos hacia la parte superior. Pero el cerebro está encerrado en una caja rígida, se comprime y trata de acomodarse en una posición. Nosotros creíamos que al volver a la Tierra volvía a tomar su ubicación de origen; ahora, con la resonancia magnética, se sabe que eso no es completamente así.
–¿Ese cambio de posición puede traducirse en cambios conductuales?
–De acuerdo con nuestros conocimientos actuales, no. Pero hay algo que es operacional: la alteración de la visión. Una persona que está encerrada seis meses en la estación espacial sufrirá una pérdida de la visión intermedia. La EEI, que es enorme, tiene el volumen interior de un Boeing 747. Todas las paredes están cerca y, además, no hay arriba ni abajo. Cuando miran al exterior la visión se extiende hacia el infinito, pero la visión intermedia se va perdiendo. Entonces, cuando vuelven, aparte de los problemas de equilibrio, deberá pasar un cierto tiempo, a veces hasta tres meses, para que la recuperen. Nosotros no los dejamos manejar hasta pasados dos meses de su regreso, porque son incapaces de evaluar la distancia a un semáforo.
–¿Qué otros problemas de salud detectaron?
–El mayor son las radiaciones. Cuando están volando en “los suburbios” de la Tierra, a 400 km de distancia, no pasa nada. Pero más allá, los cinturones de Van Allen [dos zonas de la magnetósfera terrestre donde se concentran grandes cantidades de partículas cargadas de alta energía originadas en su mayor parte por el viento solar; se encuentran a partir de los 500 km y de los 15.000 km de distancia] , ahí el nivel de radiación será muy superior. [Para ir a la Luna] la idea es construir una plataforma orbital que se llamará ‘Gateway’, que dará vueltas alrededor de nuestro satélite. Los astronautas partirán de la Tierra, se quedarán en esa estación y cuando tengan algo que hacer bajarán a la Luna. Después, se armará una especie de base. La idea (hasta ahora, porque eso va cambiando), es hacer algo inflable; más tarde fabricarán bloques de ladrillos con impresoras 3D para cubrirla. Se espera que así podrán tener un área para vivir y otra de trabajo. De allí en más, se podrán enviar astronautas a pasar cierto tiempo, luego se verá cuánto.
–¿Tienen aplicación los conocimientos que se adquieren en el espacio para mejorar los tratamientos de las personas comunes y corrientes?
–Siempre digo que el ser humano está hecho para vivir en nuestro planeta. Utilizo la microgravedad como una herramienta. Uno no puede curar lo que no entiende. Sobre la Tierra estamos en equilibrio como si fuéramos una torre de cubos. Si saco un elemento (la gravedad) esa torre se cae, pero encuentra un nuevo equilibrio. Ese mecanismo me va a explicar cómo funciona nuestro organismo en la situación normal y me permitirá encontrar nuevas terapias. El ejemplo más común es la osteoporosis. Los astronautas hasta hace algunos años perdían un 5% de densidad ósea por mes; ahora los recuperamos seis meses después con una pérdida de 1 o 2% y logran revertirla parcialmente, porque a partir de la investigación les indicamos que todos los días tienen que hacer dos horas de ejercicio, no hay domingos ni feriados que valgan. Hasta hace una década, a las personas con osteoporosis se les aconsejaba tomar leche y evitar la actividad física. Hoy, eso cambió gracias a la investigación espacial. Cuando uno va al consultorio y le hacen un electrocardiograma, los electrodos que usan fueron desarrollados para el proyecto Apolo. En los noventa propuse el “proyecto dual”: utilizar la experiencia de una especialidad dada, y hacer una aplicación simultánea en el espacio y en la Tierra. Es lo que se está haciendo ahora. El proyecto Apolo, que fue esencialmente político, costó 10 veces menos que la guerra de Vietnam y 50 años más tarde los Estados Unidos siguen obteniendo beneficios.
–¿Qué cosas evalúan desde el punto de vista médico en un/a candidato/a a viajar al espacio?
–La última parte de mi carrera la hice como director de investigaciones del Inserm en el Centro Europeo de Astronautas, donde se hace la selección, el control médico, el aislamiento, la preparación para el vuelo. Los astronautas no son superhombres ni supermujeres. Se necesitan personas capaces de asimilar un cierto número de conocimientos, que sean psicológicamente estables, que tengan un perfil que les permita vivir en confinamiento, con un grupo cerrado, y que no sean aventureros, pero que tengan una noción de la gestión de riesgo, que siempre existe. Yo soy hijo y nieto de pilotos (mi abuelo lo fue en la Primera Guerra Mundial), y yo mismo lo soy, es una “tara genética”. Cuando uno va a volar siempre está consciente de que puede pasar algo. Yo eduqué a mis hijas con esa noción: saben que voy a volar y que puede que no vuelva. Lo mismo cuando crucé el Atlántico en solitario. Es una personalidad que no tiene nada extraordinario, simplemente posee esas cualidades.
–¿Qué significa para usted el proyecto Tempus Pro?
–Para mí fue algo muy personal, porque comencé mi carrera en la Antártida y la termino allí.