Cuando, hace algún tiempo, se organizó la colaboración científica internacional que estudiaría un singular fenómeno del Mar Argentino, la floración de unas algas diminutas llamadas cocolitofóridos, que tienen un rol destacado en la absorción de gases de efecto invernadero (al realizar la fotosíntesis, toman dióxido de carbono de la atmósfera y lo convierten en oxígeno), los integrantes de la misión de nuestro país que se iban a embarcar en el buque Houssay para tomar muestras desde Ushuaia hasta Buenos Aires no dudaron qué nombre ponerle: la eligieron a Ana María Gayoso, botánica, bióloga marina y oceanógrafa que no solo abrió rumbos en momentos difíciles de la ciencia local, sino que dejó una huella imborrable entre sus colegas y discípulos.
En 1989, mientras participaba en una campaña oceanográfica, Gayoso reportó y describió por primera vez la presencia de altas densidades de este cocolitofórido en el talud continental del Mar Argentino. No solo fue la primera en describir la especie de alga que motivó la campaña científica, sino que además realizó un completo relevamiento que hoy permite tener una perspectiva histórica de las poblaciones de esas algas.
Tanto en el Instituto Argentino de Oceanografía (IADO) como en el Centro Nacional Patagónico (Cenpat), Gayoso formó a toda una generación de investigadores. “Nos dijeron que para ellos es una referencia constante: ‘las cosas se hacen como las hacía Ana María’”, cuenta su hija, Cecilia Muglia.
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Graduada en Botánica en la Facultad de Ciencias Naturales y Museo de la Universidad Nacional de La Plata a principios de la década de 1970, entre 1977 y 1984 investigó en los Estados Unidos con el doctor Theodore Smayda, uno de los referentes mundiales del momento en su disciplina.
Ya en la Argentina, dirigió el Laboratorio de Plancton del IADO hasta 1995, y estudió la taxonomía y ecología de diatomeas del estuario de Bahía Blanca. Ese año, se mudó con su marido y sus cuatro hijos al Cenpat), en Puerto Madryn, desde donde realizó avances importantes en la comprensión de las floraciones de algas tóxicas, las llamadas “mareas rojas”, en los golfos patagónicos.
Había iniciado su carrera como investigadora en 1976, un momento complicado para la ciencia local. “En esa época era muy difícil dedicarse a la investigación y no había tantos doctores en la Argentina; de hecho, ella ingresó a la carrera antes de doctorarse –cuenta su hijo menor, Juan Muglia, oceanógrafo físico que trabaja con modelos de cambio climático y confiesa que hoy se dedica a esa área de la ciencia por influencia de su madre–. Entre sus papeles encontramos muchos correos electrónicos impresos y gran parte eran para solicitar fondos para asistir a congresos y explicando la situación de los investigadores: que tenía un sueldo, pero no dinero para proyectos. Muestra todo lo que tuvieron que ‘remar’ los científicos de entonces”.
En los años ochenta, Gayoso recibió una beca externa del Conicet para continuar su formación en la Universidad de Rhode Island, Estados Unidos, con Theodore Smayda, y allí en la Bahía de Narragansett, donde está emplazada la universidad y que se estudia desde hace más de un siglo, descubrió una especie de fitoplancton: la Thalassiosira solitaria Gayoso.
Su interés en el fitoplancton del talud continental se inició durante una colaboración con el investigador argentino Guillermo Podestá. “Ellos describieron cómo en la zona que bordea la Provincia Buenos Aires hay muy baja concentración de fitoplancton, pero en el talud, donde se registra la mayor parte de la pesca en el Mar Argentino, es muy alta –cuenta Juan–. Es el primer trabajo que lo estudia sistemáticamente”.
Ya radicada en Puerto Madryn, Gayoso aplicó las técnicas de microscopía electrónica a la identificación y descripción de especies de diatomeas tales como la Thalassiosira hibernalis, y se dedicó a estudiar las algas tóxicas. “Acá tienen importancia porque hay muchos pescadores y turismo que vive del consumo de bivalvos que pueden acumular especies de fitoplancton como el dinoflagelado Alexandrium tamarense”, destaca Juan.
Falleció de cáncer en 2004, a los 56 años. “Vivió décadas difíciles para hacer ciencia, pero lo hizo con optimismo y perseverancia, logró importantes resultados y también formó gente”, subraya Juan.
Amante del mar y de la playa, en el Sur, Ana María pudo integrar su tarea como mamá y como científica. “Estaba contentísima porque, si bien es muy lindo estudiar el estuario de Bahía Blanca, la trascendencia internacional del Mar Argentino es otra –comenta Cecilia–. Y aún más porque tuvo la posibilidad de estudiar la marea roja”.
“Al mediodía venía a casa a comer y esas dos horas, antes de que me llevara a la escuela, de lo único que hablábamos era de sus investigaciones –recuerda su hijo–. Compartíamos muchas cosas; de hecho, nosotros la acompañábamos en muchas de sus expediciones de muestreo”.
Entre otras anécdotas, rememora que uno de los lugares que estudiaba estaba cerca de Puerto Pirámides, en un área llamada Punta Pardela. Correspondía que la llevara la Prefectura, pero el gomón era muy liviano y una vez, en pleno invierno, una ballena casi los tira por la borda. Para evitar otro susto, su padre, geólogo, trabó amistad con uno de los dueños de catamaranes turísticos. “Era espectacular –cuenta–. Entre los 9 y los 12, todos los meses me metía al mar con ella, hacía el avistaje de las ballenas y recogíamos muestras para analizar en el laboratorio”.
Hasta que se doctoró en la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, solía viajar cada 15 días con sus tres hijas mayores a La Plata, donde su familia las albergaba durante unos días. Desde allí, viajaba a la Ciudad Universitaria, donde as pequeñas la esperaban recorriendo los pasillos de la facultad mientras ellas discutía su proyecto de investigación con su directora de tesis, Elsa Lacoste.
“Fue mamá muy joven. A Ana, la tuvo a los 24, a mí a los 25 y a Beatriz, a los 27 –recuerda Cecilia–. Nos contaba todo sobre su trabajo, que le encantaba”. Hoy, Cecilia es bioquímica, investigadora del Conicet en el Instituto de Estudios Inmunológicos y Fisiopatológicos de La Plata, Beatriz es abogada y escritora, y Ana, médica”. Así como en su hijo varón, también en sus hijas dejó su impronta. “Mi hermana es una científica de la medicina, hizo tres maestrías y lee todas las ediciones de The Lancet, del New England Journal of Medicine… Es médica clínica, pero con mentalidad de investigadora. Y es muy gracioso porque ‘Bea’ en sus libros siempre incluye el nombre científico de alguna planta…”
Gayoso tuvo el apoyo incondicional de su marido. “Geólogo, para ir a los Estados Unidos, no vaciló en pedir licencia de su cargo de jefe de trabajos prácticos –subraya Cecilia–. Después, cuando daba clases en la Universidad del Sur, en Bahía Blanca, se trasladó a la de San Juan Bosco, en Puerto Madryn, siguiendo los pasos de mi mamá. Siempre priorizó la carrera de ella por sobre la de él, nunca tuvo ningún tipo de egoísmo”.
Aunque varias veces la invitaron a quedarse en los Estados Unidos, siempre quiso volver al país. Un día después de su muerte, llegó una carta de puño y letra de Smayda en la que le agradecía sus repetidas visitas y sus contribuciones a la oceanografía. “Le decía que era una de las pocas científicas, y la única latinoamericana, haciendo ciencia seria en su disciplina”, se enorgullece Cecilia.
La campaña que lleva su nombre es parte de la expedición internacional Tara Microbiome Mission que se propone estudiar el microbioma de los océanos. Ana María Gayoso fue una pionera cuyo legado se preserva en la ciencia local.