¿Qué sucede en la relación Gobierno-Movimientos sociales?

01 de junio, 2021 | 05.00

Hacia finales de la década del 80 el politólogo alemán Claus Offe publicó uno de sus libros más destacado: Partidos políticos y nuevos movimientos sociales. Gran texto sobre un cambio significativo en su país pero que abarcaba a Europa y también a nuestro continente. Algo se estaba transformando en la representación política y nuevos conflictos como el feminismo o la cuestión ambiental ya no serían procesados principalmente por los existentes partidos políticos, sino por movimientos sociales (y políticos) de nuevas características (temas que tampoco eran contenido por los sindicatos).

Este fenómeno iniciado ya en la década de 1960 implicó una nueva dinámica en el procesamiento de demandas y en la propia estructura de los partidos políticos a la vez que se asumía que estos movimientos no eran expresiones pasajeras, sino que daban cuenta de cambios en la estructura social y en las demandas e identidades sociales. En nuestra región esa corriente se ha manifestado en distintos actores; durante las dictaduras militares observamos el nacimiento del movimiento de derechos humanos, con una capacidad de lucha y resistencia que asombró al mundo. Hemos visto también movimientos sociales vinculados a la cuestión social de tipo campesino como los Sin Tierra en Brasil o el Zapatismo mexicano; urbanos en referencia al desempleo como el piqueterismo en Argentina; diversos movimientos indígenas en Chile o Ecuador por ejemplo o combinación con el campesinado como el MAS de Bolivia que derivó en un partido; también en varios países el movimiento en torno de la economía social o popular.

Pero otros movimientos no refieren estrictamente a la cuestión social, como lo son el feminismo de creciente protagonismo en la región o el ambientalismo. Temáticas todas que hoy suelen atravesar a los partidos, aunque al interior de ellos las demandas de estos movimientos se asuman de distintas modo: algunos las incorporan, y otros las niegan. Sin embargo, incluso cuando la demanda puede ser reconocida, la realidad de pertenecer a distintas lógicas políticas y sociales, la relación entre movimientos y partidos suele producir tensiones, aspecto que señala Offe en su texto. Con todas sus crisis a cuestas los partidos siguen protagonizando la política; y con todas sus limitaciones de construcción política, lo movimientos sociales, son actores claves de los nuevos clivajes que emergen en la sociedad. De modo que no pueden ser comprendidos sin reconocer estas características.

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Ahora bien, ¿Qué sucede en la relación con los gobiernos? En esta dimensión la cuestión parece mas compleja. Los partidos tienen un reconocimiento y lugar que le otorgan las propias normas y en la Argentina la misma Constitución Nacional, pero no sucede lo mismo con los movimientos sociales, y que no dejan de ser actores clave de la política nacional. Así lo demostraron en la dictadura los organismos de derechos humanos; en el camino a la crisis del 2001 los movimientos de protesta como los piqueteros y muchos otros; en los últimos años el crecimiento del feminismo, la ecología y el movimiento de la economía popular y social.

Como puede verse este modo de articulación entre demandas e identidades forma parte de la construcción política y, sin embargo, los canales de relación con el Estado son aún difusos. Los gobiernos kirchneristas reconocieron varias de esas demandas e incorporaron a movimientos y a sus referentes en la gestión pública, en un hecho del que había pocos antecedentes.

Con todo, la experiencia no estuvo exenta de conflictos e incluso algunos de esos movimientos terminaron alejándose de la coalición. El gobierno de Alberto Fernández, avanzó desde el comienzo en un sentido semejante; aun antes de ser gobierno ya que el Frente de Todos contuvo dentro de sí a varios movimientos sociales. Y con la asunción, pasaron a ocupar puestos relevantes en diversos ministerios y agencias públicas. Si nos pusiéramos a rastrear biografías de funcionarios, podemos ver que la pertenencia a movimientos y organizaciones sociales es un rasgo que se observa en varios casos.

Sin embargo, gobernar implica ciertas dinámicas que no son las de los movimientos sociales, pues estos encierran un conjunto de temáticas cercanas, que no buscan enfrentarse a otras, pero que no las contiene. Esa particularidad es lo contrario del Estado que debe ocuparse del interés general, no anulando aquellas, sino buscando el modo de volver a la gestión pública una acción coherente, de equilibrio entre esas demandas y con criterios de justicia.

En esa resolución nada sencilla, se plantea el lugar de los actores. Por caso: ¿Cuál debe ser el nivel de involucramiento de un/a ciudadano/a que requiere de la asistencia del Estado para cubrir sus necesidades básicas? ¿Debe da una contraprestación? ¿Tendría que estar involucrado en un colectivo? ¿Lo correcto es que reciba una ayuda monetaria sin más como un derecho? ¿El Estado debe atender tanto la demanda como a las organizaciones y movimientos involucrados en ella?

Surgió cierta tensión hace unos días cuando el gobierno incrementó el monto de la Tarjeta Alimentar; algunos referentes de movimientos criticaron la medida, porque nos los hacía formar parte al optar por una respuesta individual, antes que el estímulo colectivo. De allí que quede flotando una pregunta clave en torno de cómo se logran articular la cuestión política, con la operatividad de la gestión; y a la vez plantearse hasta dónde debe involucrarse el Estado con los movimientos sociales en la concepción y gestión de una política. Lo que hemos visto en las últimas décadas es que los gobiernos que han dado lugar a esas demandas (mientras que muchos otros solo optaron por negarlas y reprimir a los movimientos) una vez que el Estado las gestiona, el lugar de los movimientos sociales es menor, no desaparece, pero la capacidad de conducción del Estado parece imponerse y así el modo de articulación toma otra dirección o modo de funcionamiento. Para los partidos o frentes populares, pero también para los movimientos, el modo de resolver esta tensión es un componente clave en la continuidad de políticas que busquen dar respuestas a ese conjunto de demandas; muy particularmente en una región que hoy contempla el retorno de un ciclo signado por la inestabilidad política.