El virus neoliberal, anudado a la globalización, la revolución cibernética y la democracia, a pesar de producir desde hace años una crisis estructural, consiguió un funcionamiento sistémico aparentemente homeostático y legal.
Varias veces hubo salvatajes para el capital; el capitalismo se ha reinventado una y otra vez. Para citar un ejemplo, la crisis financiera global del 2008, producida por el colapso de la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos, fue un desequilibrio estructural que no se visibilizó hasta las últimas consecuencias, ni ocasionó un derrumbe hegemónico sino que, por el contrario, significó un fortalecimiento del sistema.
Nancy Fraser, en su libro Los talleres ocultos del capital (2020), afirmó que para desencadenar una crisis no resulta suficiente la perspectiva estructural, que refiere a la obstrucción en los circuitos de acumulación. Tampoco alcanza con que los “teóricos del sistema“ los observadores externos, definan una crisis en sí “objetivamente”. Nada puede considerarse verdaderamente una crisis hasta que los participantes de la sociedad la perciban, la experimenten como tal.
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Lenin, análogamente, hablaba de los factores objetivos y subjetivos necesarios para la revolución. En La enfermedad infantil del «izquierdismo» en el comunismo (1920) afirmó:
“En muchos casos las situaciones revolucionarias, como las de 1860-1870 en Alemania, 1859-1861 y 1879-1880 en Rusia, no se han transformado en revoluciones, porque no ha existido el factor subjetivo, es decir, una elevada conciencia por parte de las masas, su disposición para hacer la revolución”.
El neoliberalismo que emergió luego del Consenso de Whashington, el que impuso las recetas y la retórica de la financiarización del mundo, el derrame, las privatizaciones y los Estados como una categoría obsoleta, ya no convence a nadie. En los últimos años ese discurso comenzó a ser cuestionado y a partir del desencadenamiento de la pandemia gravemente herido.
La actual crisis sistémica que comprende la epidemia sanitaria, económica e institucional, incluye tanto la dimensión estructural como la hegemónica. Esto significa que comenzó a percibirse de manera generalizada la cara antidemocrática, agresiva y racista del neoliberalismo.
¿Qué es la crisis de hegemonía?
La hegemonía se puede definir como el proceso de sedimentación del orden establecido percibido como natural y objetivo. Los mecanismos de imposición de ese orden (mecanismos cuya sola existencia cuestionan la supuesta “naturalidad y objetividad “) se invisibilizan o no se ven.
La crisis de hegemonía se produce cuando la subjetividad comienza a poner en cuestión esas sedimentaciones, comprendiendo que no son necesarias sino contingentes. Capta que los problemas que experimenta surgen precisamente por ese orden establecido y que no podrán resolverse dentro de él; lo instituido que parecía natural y objetivo comienza a desestabilizarse. La crisis de hegemonía es la reactivación política de las sedimentaciones generalizadas de la cultura, que organizaban los modos de vida.
Antonio Gramsci, conocido como el teórico de la hegemonía, en Cuadernos de la cárcel afirmó que la crisis hegemónica se produce cuando un sistema social, político y hegemónico se encuentra en un escenario de inestabilidad debido a que la clase dominante y sus instituciones se desacreditan como dirección moral e intelectual.
Con el desencadenamiento de la pandemia las instituciones globales como la OMS, la OEA, el Banco Mundial, el FMI y la Cruz Roja -que ya venían siendo cuestionadas-, perdieron credibilidad y legitimidad ante la ciudadanía. El mercado mostró su verdadero rostro y los países salieron a demandar protección sanitaria y económica a los Estados.
Además de la crisis de autoridad institucional, algunos fenómenos mundiales y regionales expresan una decisión generalizada que demanda un cambio de rumbo. Por ejemplo, los resultados de candidatos populistas de izquierda en el sur de Europa, el triunfo de López Obrador en Méjico, la derrota de Trump en las elecciones de EEUU, el creciente apoyo a Corbyn del Partido Laborista en el Reino Unido. En sudamérica la derrota de Macri, el Chile Despierta -que terminó con el triunfo del #Apruebo para cambiar la Constitución pinochetista-, la victoria electoral en Bolivia, efecto de la resistencia popular que derrotó al golpismo, en Venezuela se arrasó con los golpistas y en las elecciones de Ecuador Andres Arauz, candidato correísta, marcó un triunfo contundente frente a la derecha. Todo parece indicar que la región está ganando la batalla cultural contra los medios el aparato judicial y la derecha cipaya.
En reiteradas oportunidades el poder salvó al capital financiando oportunidades para continuar acumulando riqueza, en otras logró canalizar las energías rebeldes hacia nuevos proyectos hegemónicos que beneficiaban al capitalismo.
¿Se repetirá este proceso hoy? ¿Qué es lo que falta para que la actual crisis del neoliberalismo sea capitalizada por la democracia nacional y popular? ¿Cómo se gana la hegemonía y se naturaliza la justicia y la igualdad? ¿Quién logrará construir una contrahegemonía?
Las respuestas no son fáciles, muchas veces se recurre a la consabida frase que refiere a la “correlación de fuerzas”. Sin embargo, cabe preguntarse ¿Qué significa tener fuerza política? ¿cómo se mide la correlación de fuerzas? ¿Y si la frase tan utilizada resulta ser un prejuicio que conduce a mantener una zona de confort y no apostar?
Nadie niega que el cálculo de “la correlación de fuerzas” es un punto realista a tener en cuenta, pero siempre y cuando dicho cálculo político no implique decretar un axioma inmodificable o una declaración de impotencia.
En los ´90 el triunfal neoliberalismo logró imponer la creencia de que la concentración, patrimonio de unos pocos, traería prosperidad futura para la mayoría. A pesar de que jamás se cumplió esa premisa, la sedimentación consiguió consenso social y se naturalizó, lo que equivale a su despolitización.
Estamos en un tiempo de crisis neoliberal experimentada, movilización de afectos, reactivación política y batalla cultural de las sedimentaciones naturalizadas. Es un momento histórico en el que se disputa el sentido común, de ahí se deduce que será necesario abandonar la impotencia, ya sea en su expresión resignada, quejosa o prejuiciosa: en los tres casos se cede la fuerza y se cuida la potencia del Otro.
El campo popular conoce muy bien la vereda de los perdedores, sabe ser oposición y resistir. Cuando logra el gobierno teme el empoderamiento, tiende a dividirse y debilitarse, cediendo el poder al que en este caso es considerado enemigo ya no adversario político, como venimos afirmando.
Para estar a la altura de la disputa hegemónica será necesario hacer el duelo de esa posición conocida, desidentificarse del lugar del perdedor. No conformarse con “ser” gobierno sino desear “tener” el poder para distribuir un orden más democrático, en el que reine la justicia social y la igualdad. Es el tiempo urgente del empoderamiento tanto del Estado como del pueblo.
Empoderarse teniendo en claro que la pugna no puede ser ni sectorial ni independiente. Empoderarse significa asumir que el “nosotros” es un campo instituyente, una potencia democrática, estatal y popular, capaz de correr los límites instituidos. Empoderarse es hacerse cargo de la propia fuerza, muchas veces ni registrada ni asumida.
A medida que el pueblo y el Estado regulador del capital se ponen en juego, las fuerzas conservadoras se debilitan.