Cadavérico chic

09 de diciembre, 2025 | 19.09

En su Sexual personae (1990, publicado en español por Deusto en 2020), Camille Paglia dedica casi novecientas páginas a reflexionar acerca del vínculo indisociable entre la belleza apolínea y el desborde dionisíaco (o ctónico, que pertenece o habita en el inframundo o el interior de la tierra, en contraposición a las deidades o seres celestes) en el arte de Occidente, desde Egipto al día de hoy. “El principio griego de dominio por parte de la persona hermosa, como obra de arte, está implícito en la cultura occidental”.

Por más que hayan pasado dos mil quinientos años desde el siglo de Pericles (el V antes de nuestra era) y estemos a doce mil kilómetros de distancia del Ática, comprendemos sin dificultad esta frase: está aún vigente.

En un mundo globalizado y sometido a las redes de uniformización, la belleza mainstream, la deseabilidad sexualizada, la marca IRAM de la feminidad se manufactura en Hollywood, en primer lugar. Luego, en otras ciudades del Norte: Milán, París, Londres, Nueva York. Territorios desde los que llegan noticias de un nuevo trend: el cadavérico chic. En efecto, gracias al bombardeo infinito de imágenes de noches glamurosas como las de la gira internacional del elenco de Wicked: por siempre nos enteramos de que las diosas que integran el panteón pagano actual van por la senda de la inanición. Mujeres adultas con aspecto de consunción radical, en los huesos, literal, sin fuerza para caminar, para sostener la estatuilla de un premio. Les comentaristas hablan de una moda y mencionan como antecedente el “heroin chic” de los noventa. Vuelven los noventa: las privatizaciones y la expoliación de los ingresos de les trabajadores, la represión, la miseria. Pero en los noventa eran las modelas en su mundo inaccesible y cerrado sobre sí mismo las que ayunaban hasta el desvanecimiento. Ahora son actrices, cantantes, artistas, toda la variedad de performers con la que la sociedad genera su ideal de mujer deseable, exitosa, triunfal.

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“A medida que las mujeres se fueron volviendo cada vez más reacias a los esfuerzos de los hombres para enseñarles, en nombre del progreso y la evolución, cómo comportarse de acuerdo con la posición que les destinaban en la civilización, la campaña cultural de los varones para educar a sus compañeras, frustrada por la mala voluntad ‘intrínsecamente perversa’ de aquéllas para aceptarla, escaló hasta lo que podemos denominar, sin dudarlo, una guerra contra la mujer.” Así comienza el extraordinario libro de Bram Dijkstra, Ídolos de la perversidad (Debate, 1994), que analiza la imagen de la mujer en el arte plástico entre fines del XVIII e inicios del XIX en Estados Unidos de Norteamérica y Europa. Es decir, en la misma zona de la que salen estas modas, como propuestas para las cuerpas con vagina de todo el mundo o, al menos, de Occidente.

Lo que le interesa a Dijkstra en esta rigurosa investigación es el rol de los epígonos: artistas que una vez que algo funciona se suman a la ola y lo repiten y lo repiten, volviéndose, lógicamente, con su afanoso quehacer de hormigas laboriosas, impulsores y razón de que la moda funcione, en un mecanismo de vasos comunicantes y ósmosis que difumina los roles de causa y consecuencia.

Así, analiza cómo en los albores del siglo XX, en estos territorios del Norte, se creía que una mujer sana “puede ser probablemente una mujer ‘antinatural’. Los ángeles humanos auténticos eran débiles, desvalidos, enfermizos […] Estar enferma se consideraba, de hecho, signo de delicadeza y de clase”, “Para muchos maridos victorianos, la debilidad física de sus esposas era una demostración, ante el mundo y ante Dios, de su pureza mental y física, esa preciosa comodidad que le procuraría, finalmente, auxilio espiritual frente al sórdido mundo de los negocios y que rescataría su alma de la perdición”.

Vale decir: a comienzos de siglo XX se alimentó con furor una cosmovisión en la que el alegre cazador (el hombre de negocios) volvía a su casa y encontraba en ella al hada/ángel del hogar, cuyo único motivo de existencia era restañar sus heridas (del alegre cazador) y proveer un ambiente tranquilo y amoroso para que descansara sus huesos doloridos por el trasegar en medio del mundanal ruido. Cuánto más exangüe esta mujer/acompañante terapéutica/presencia fantasmal, más valorada. Porque más pura. El “culto a la invalidez femenina estaba, tanto para los hombres como para las mujeres, inextricablemente asociado a unas connotaciones de riqueza y éxito”, escribe Dijkstra. Esto generaba, lógicamente, mujeres que se autoexigían, se autoimponían un trabajo de despotencia cotidiano a fin de lograr ese summum tan preciado que era la fragilidad invalidante. Redundaba en mejores y mayores posibilidades de casamiento con hombres capaces de valorar la autonegación de la mujer como evidencia de su “valor moral”: cuánto más cadavéricas y enfermizas, mayor pureza espiritual. Y, por propiedad transitiva, más efectividad en el tema de elevar la moralidad de su señor (marido), una conexión más directa y robusta con la redención. Esto, por supuesto, tuvo un equivalente visual, ya que el arte “rara vez da forma, pero casi siempre ayuda a consolidar y afianzar los prejuicios culturales dominantes”, agrega. Apenas dos ejemplos:

En su lucha contra la normalización de la diversidad, el feminismo mainstream acuñó la consigna “De las cuerpas ajenas no se opina”, queriendo significar que se puede aliviar el sufrimiento de muchas personas con el sencillo expediente de no policiar el tamaño de sus carnes. Sin embargo, cuando la cuerpa de las mujeres se convierte en el territorio en el que se libra la lucha de clases de pobres de espíritu sería no reaccionar. Digámoslo con Engels: “Fue Marx el primero que descubrió la gran ley que rige la marcha de la historia, la ley según la cual todas las luchas históricas, ya se desarrollen en el terreno político, religioso, filosófico, ya en otro terreno ideológico cualquiera, no son, en realidad, más que la expresión más o menos clara de luchas entre clases sociales” (en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Montevideo, Ediciones de la Comuna, 1995).

La estética cadavérico chic avanza, imperial, desde el Norte y es que es mucho más que una moda. Es la demostración palmaria del retorno de la misoginia y la fantasía supremacista masculina de una mujer –a tal punto sometida– que está dispuesta a performar su propia anulación por inanición. “La muerte se convirtió en el último sacrificio del ser de una mujer a los varones para quienes había nacido para servir”, dice Dijkstra. Esto es lo que viene a decirnos el cadavérico chic, que la supremacía masculina está de vuelta, una vez más con toda su potencia, liberada de los límites que imponía lo políticamente correcto. Pronto veremos mujeres a nuestro alrededor exhibiendo con orgullo sus cuerpas torturadas, reducidas a su minimísima expresión, satisfechas por haber sido capaces del sacrificio que significa integrar el selecto grupo aspiracional de celebradas por “la época”.

Es sabido que el “poder siempre genera servilismo” (Paglia).