“No sé si voy a volver a usar corpiño cuando termine todo esto”, escribió @ninamasala en Twitter al principio de la cuarentena. “Que era usar corpiño?”, se pregunta @Nicolezarza_ en la misma red social . “La vida sin usar corpiño es más linda, no jodan”, agregó otra usuaria. En la misma línea se expresó la socióloga e influencer cultural @marourivero quien en un posteo en su cuenta de Instagram se mostró en una foto sin la prenda y manifestó haber descubierto “el placer de estar sin corpiño” durante la cuarentena. Su uso es uno de los mandatos sociales que las mujeres más tenemos incorporados a la vida ordinaria pero que en realidad es el resultado de un proceso histórico y responde a convenciones sociales.
También conocido como sostén, brassier, sujetador, es mucho más que un pedazo de tela o una prenda de ropa. En su nacimiento, pleno siglo XIX, funcionaba como un dispositivo para sostener el pecho femenino, pero recién comenzó a comercializarse en Estados Unidos en 1914 con el advenimiento de la Primera Guerra Mundial. Con solo 19 años Mary Phelps-Jacob patentó el primer diseño que era bastante similar al que se usa actualmente. Millones de hombres habían sido enviados a combatir y las mujeres debían ocuparse de sus casas y familias, pero también de labrar los campos y trabajar en las fábricas, tareas para las que necesitaban mayores niveles de destreza y agilidad. Eso rompió el vínculo de sus cuerpos con el corsé, que fue durante siglos uno de los mayores objetos de tortura.
Dicho negocio se amplió y popularizó a partir de la sexualización de figuras de la industria del cine y el entretenimiento que se convertían en íconos de la belleza femenina. Es desde entonces que el corpiño cumple la función de moldear la morfología contribuyendo a la reproducción de ciertos patrones y criterios de valoración del cuerpo femenino. Lo paradójico es que mientras el mercado fomentaba la erotización del pecho, la masificación de su uso dio inicio a la “cultura del corpiño” cargada de estigmas, moralidad y represión. Mientras en las publicidades se multiplicaban las imágenes con contenido sexual explícito ante la mirada depredadora "incontenible" de los hombres, a las mujeres se les exigía prudencia, reputación y moral.
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Los movimientos feministas de los años 60 lo convirtieron en un símbolo de la opresión patriarcal sobre el cuerpo de las mujeres. Las “quemas de corpiños” eran una forma de protesta habitual entre los colectivos quienes arrojaban al fuego toda una serie de objetos reproductores de ciertos estereotipos sobre las mujeres: zapatos de taco, maquillajes, pestañas postizas, corsets, revistas del corazón, etc. Los mandatos de belleza y cuidado están atravesados por la categoría de género, entendida desde la necesidad de dar cuenta de mecanismos generadores de injusticias y desigualdades padecidas por las mujeres.
Además de la cuestión sanitaria y gubernamental, la pandemia se ha expandido al plano de lo doméstico como un experimento sociológico. En un par de meses llegó a nuestras vidas, monopolizó la mayoría de los espacios y se insertó en la trama social desde múltiples dimensiones. Nos ha obligado a quebrar rutinas, desnaturalizar hábitos, repensar comportamientos sociales y armar nuevos esquemas de pensamiento en base a una realidad imprecisa. Con su ingreso intempestivo sacudió muchos de los cimientos de producción y reproducción de la vida social, dando lugar a acciones individuales y colectivas rupturistas que empiezan a notarse. En un mundo que reclama un ejercicio permanente de deconstrucción, los patrones culturales tradicionales se encuentran en transición hacia mayores niveles de conciencia.
Si hay algo que los analistas sociales sostienen es que del aislamiento social no vamos a salir iguales. En este marco cientos de mujeres lo transitan sin la obligación de usar corpiño, haciéndose preguntas sobre hábitos que se han vuelto parte de la subjetividad y se perciben como ajenos a la propia voluntad. Lo mismo ocurre con otros comportamientos feminizados ligados al mundo de la cosmética. Si bien es importante resaltar que el maquillaje es una actividad dirigida a todos los géneros, la industria apunta comercialmente más a las mujeres que representan el 77% de los consumos cosméticos. El mensaje se asienta sobre la reproducción de modelos de belleza hegemónicos para obtener ganancias . En las redes sociales mujeres e identidades feminizadas de todo el mundo han comenzado a celebrar la “sensación de libertad” obtenida al abandonar ciertas rutinas como el maquillaje, el alisado del pelo o la depilación, todas prácticas que nos constituyen como parte de una heteronorma, un modelo de producción cuasi fordista de nuestros cuerpos.
¿Qué tiene de político poder decidir no usar más un corpiño o no depilarse? ¿Por qué es importante hacer referencia a estos micro segmentos de libertad conquistados? Si bien podemos pensar a las redes como espacios horizontales que funcionan como ámbitos de catarsis de un segmento social determinado, la decisión de las mujeres de desmontar mandatos patriarcales , hacer hincapié en las propias vivencias e inquietudes, y someter la teoría a las pruebas de la práctica viva y de la acción, se trata de un ejercicio de construcción política y colectiva.