El filo de la ironía se hunde hasta el fondo. La poeta puede sonar más triste y acaso más oscura en varios poemas, pero va al grano de las experiencias con el afán de burlarse de ella misma y de los prejuicios de los demás. “Me va bien porque soy linda/ leen lo que escribo porque soy simpática/ me invitan a leer porque los caliento/ me hacen notas porque trabajo para el poder/ me recomiendan porque soy buena persona/ me editan porque seguro los cogí/ nunca se les ocurre/ que capaz se me cae una idea/ nunca se les ocurre/ que nunca me cogí al adecuado”. En Otro caso de inseguridad (Santos Locos), Patricia González López suelta la carcajada que descose con una saña deliberada los imaginarios de las clases sociales desde la perspectiva de la hija de una empleada doméstica: “La primera represión/ fue llorando/ a upa de alguien/ ¡Mirá cómo te mira la señora!/ ¡Mirá cómo se ríe la nena! Siglos de miradas escondidas/ en los hombros de un adulto”.
González López (Buenos Aires, 1986) explica en la entrevista con El Destape por qué en Otro caso de inseguridad aparece tanto la muerte. “Hay un estado denso de tristeza que no lo tenía tan procesado hasta que me di cuenta de que lo estaba escribiendo en los poemas. ¿Cómo me aliviaría la muerte este sufrimiento? En el sentido nietzscheano, cuando (Friedrich) Nietzsche dice que la idea del suicidio es un consuelo poderoso porque te ayuda a pasar una mala noche. Pero a la vez tenía mucha pereza, que sería como el instinto más de vida”, reconoce la autora de Maldad, cantidad necesaria y Doliente, entre otros poemarios, columnista del programa El gato escaldado, que se emite los domingos de 7 a 10 en la AM 750.
--En uno de los poemas pide que la dejen “estar triste, que es lo que mejor me sale”. ¿Cuál es el origen de esa tristeza?
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--Todo arranca con el duelo por una pareja que se terminó, pero a la vez eso le da título al libro porque me había dado cuenta de que había vivido un caso de inseguridad doméstica. Cuando uno se subestima, termina en la inseguridad. Eso de “déjenme estar triste”…, es que no tenemos permiso para ponernos triste o estar mal. Está mucho el deber de la felicidad, que banco a mil, pero hay una necesidad de tapar ciertas emociones que nos pasan. En lo personal había vivido ese “dale para adelante”, “no llores por esto”, entonces además de estar triste me preguntaba si tenía que escapar de esa tristeza.
--¿Esa inseguridad doméstica fue una relación violenta?
--Sí. Yo tuve los rasgos de una víctima de violencia de género: me alejé de mis amigos y me daba vergüenza contar ciertas cosas. Estaba en una relación de pareja de constante desaprobación, que yo no comunicaba porque presentía que algo no estaba bien. Escribir me ponía en un estado consciente, lo fui descubriendo en los poemas. Yo venía de Doliente, que me acuerdo que en las reseñas hablaban de la mujer empoderada y la mujer que va contra lo establecido, y pensé: “Este libro no les va a gustar porque es depresión, depresión, depresión”... De hecho, informalmente con el editor llamábamos al libro “Me quiero morir”. Por supuesto que no iba a llevar a cabo ninguna hazaña o ninguna cobardía; pero sentía una falta de voluntad que se asemejaba mucho a la muerte. Escribir los poemas me permitió burlarme de ese estado, en la medida que podía.
--En “Relaciones forzadas”, el primer poema del libro, se alude al momento en que escribió por primera vez un poema. ¿Cómo fue esa situación?
--Yo estaba en el colegio, en sexto grado. Había invitado a una amiga a casa y la había decepcionado. Nunca más la invité porque sentí vergüenza. Mi casa no estaba terminada y era medio rara. Yo era la más pobre de todas mis compañeras porque vivía en Merlo, pero iba a un colegio privado en Ituzaingó, y las diferencias se notaban. La amiga que había invitado se terminó haciendo amiga de mi peor enemiga y ahí me puse a llorar desconsoladamente. Mi maestra de grado y mi profesora de inglés me preguntaron qué me había pasado, si había perdido algo. “Perdí una amiga”, les dije. Y se rieron. Entonces escribí un poema sobre lo que se sentía al perder a una amiga.
--¿La escritura de los poemas le permite recuperar cosas perdidas?
--Sí, me permite decir. Si hay un poema, no está todo perdido. Si estoy triste y hay un poema, hay vida. Cuando termino escribiendo un poema feliz, me parece algo cursi y la cursilería es algo a combatir. Pero las escenas de inocencia me conmueven muchísimo.
--¿Qué encuentra en esas escenas?
--Son como estados puros. Hay un poema largo en el libro que dice que un nene con su padre durmiendo en la vereda molesta a la vista. Me acuerdo que una noche cuando estaba volviendo a casa vi a un nene con su papá jugando a las cartas, sobre un colchón, tirados en la vereda. Hacía mucho frío y se reían. Me gustaba la pureza de ese momento; a pesar de que estaban en la calle, todavía podían jugar y pasarla bien. Eso me produce fascinación porque me da esperanza, aunque sea una palabra trillada.
--Una de las preguntas que se hace en uno de los poemas es qué hay de poesía en la poesía. ¿Qué respuestas posibles encontró?
--El otro día decía en broma que a cada poeta le llega su poema sobre la poesía. Los poetas siempre se andan preguntando qué es poesía y qué es válido contar. Estas preguntas surgieron en un momento en que me empezaron a criticar y yo me empecé a preguntar sobre lo que escribo. Algunos decían que el lenguaje que uso no es poesía. Siempre hay uno que dice que lo que el otro escribe no es poesía o que no es tan válido. Yo lo tomo desde el lado burlón, irónico, me gusta jugar con el lenguaje. Pero no lo hago tan encriptado, sino más llano, más sencillo. Yo me pregunto qué es un poema y qué hay de poesía en lo que escribo y cuánto vale. ¿Quién puede decir qué es buena o mala poesía? No sé; hay que ver qué parámetros se usan… Preguntas hay un montón, no sé si hay respuestas. Hay algunos que dan respuestas, yo prefiero no darlas.
--¿Por qué su poesía está atravesada especialmente por las diferencias de clase?
--Eso me viene de la infancia. Mi mamá trabajaba limpiando una casa en Haedo y yo iba al mismo jardín que la hija de la señora. Yo me daba cuenta por el peinado, por los colores y por la ropa que llevaba que no era igual… Tenía cuatro años y me acuerdo que sentía esa diferencia. En el cumpleaños de la hija de la señora donde trabajaba mi mamá yo no encajaba. A mí me compraban el helado de agua y a los demás el de crema. A veces siento que me hacen parte de ciertos comentarios sobre la pobreza y las señoras que trabajan en las casas sin que sepan que ese es el mundo del que yo vengo.