Mad Men es una serie excéntrica por dos motivos. El primero de ellos responde a su irrupción en la escena televisiva y le ha valido el atributo de "serie de culto". Su enfoque dramático se diferencia del tipo de series que hacen de la tensión narrativa un folletín, y del folletín una gráfica con audiencia en continuo superávit. Mad Men se toma el tiempo para crear y sostener atmósferas, subtramas, conflictos y transformaciones que coexisten en un sistema estable, lejos de estallar en cualquier momento. Desde el comienzo sabemos que la serie se sostiene en su desarrollo y no en su desenlace. Quizás porque sabemos desde los créditos que asistiremos a la historia de la caída de Donald Draper.
El segundo de los motivos, consiste en que Mad Men se aleja continuamente de su propio centro. Si bien es una serie sobre los ejecutivos del mundo de la publicidad en Madison Avenue, es también una serie sobre cualquier cosa menos eso. El problema de la identidad en una sociedad que prefiere las apariencias por sobre las esencias, los roles al interior de las familias, el lugar que tiene el empleo en la vida de las personas junto con la búsqueda de la felicidad son algunos de los ejes centrales de la serie. El mundo de la publicidad es entonces el espacio fundamental en que transcurren los conflictos de una cantidad de personajes que no se preguntan por el sentido de sus acciones, pero que buscan continuamente estar un poco más cerca de lo que consideran que la felicidad es. Pero el mundo de la publicidad no es un telón de fondo; es un microuniverso con sus propias reglas de juego y que no puede disociarse de las problemáticas que la serie plantea. Existe una coherencia muy sólida entre los espacios y el sistema de roles.
Existe una brecha enorme entre los roles y los deseos. De ahí que Mad Men abra un abanico de variantes de sujetos infelices.
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Don Draper es también un excéntrico en este segundo sentido. Huye de cualquier condicionamiento entre su identidad y su presente con una consigna cotidiana. Dejar atrás los errores del pasado y concentrarse en el futuro. Una enseñanza que se cumple con más éxito para Peggy Olson que para el maestro Don Draper. Porque para él se consuma la premisa de que el pasado, cuando más se reprime, más se manifiesta. Este desarrollo narrativo típico del gótico americano articula el destino del protagonista quien cuanto más se empeña en negar ese pasado, más prisionero es de él. Hasta que, a lo largo de las temporadas, comenzamos a observar que la verdadera tragedia de Don Draper no será en verdad ésa. Al contrario, el pasado vuelve a nacer en él en pequeñas dosis. Deja de ser materia onírica para convertirse en documentos y revelaciones que a nadie parecen importarle realmente. El pasado finalmente lo alcanza en una de las escenas más logradas de la última temporada en la que, en medio de una reunión de ex combatientes de la guerra de Corea, Draper confiesa lo peor que ha hecho para sobrevivir. Hay, por lo tanto, un regreso en ese viaje de huida que no es trágico.
Pareciera ser que ese aspecto es el que molesta hacia el final de la serie. Algunas críticas resaltan el nivel de coherencia que existe entre el desenlace y las siete temporadas, mientras que otras manifiestan el carácter abierto del final, como si una propuesta tan totalizante debiera traer definiciones en términos de quién es Don Draper o qué pasará con él. Es cierto que existe un afán conclusivo en los últimos capítulos. De hecho, hay algunas subtramas que se cierran de manera forzada y poco creíble. Por ejemplo, el descubrimiento del amor entre Stan y Peggy. La relación entre Roger Sterling y Marie Calvet, donde el primero parece haber alcanzado cierta madurez por el hecho de iniciar un amorío con una mujer de su edad. La nueva oportunidad para Joan que no resulta, y su proyecto de ejecutiva independiente. O el regreso de Pete con su ex mujer e hija en nuevo proyecto de familia que incluye avión privado.
Sin embargo, el caso de Don Draper parece ser otro. Si cae, cae sentado y pronunciando un mantra en un retiro espiritual. No muere; sonríe de una manera que no le conocíamos. El final lo muestra idéntico en un solo aspecto: su capacidad para reinventarse. Ese don que lo hizo brillar en su trabajo y que expone la creatividad como única herramienta para salir de las crisis es ahora su aval de supervivencia. Abandona nuevamente su pasado, es cierto, pero porque ya no lo representa. No desea nada de todo lo que construyó y desde esa cúspide cae aunque sin arrastrar a nadie a con él. No abandona a nadie, porque se volvió prescindible. Los lazos con su presente están rotos.
No tiene familia, no tiene trabajo y tiene dinero; puede ser quien quiera ser.
Era difícil prever que esta serie iba a concluir con atisbos de felicidad para algunos personajes. Durante siete temporadas observamos a personajes complejísimos aunque vacíos, que pocas o nulas preguntas se habían hecho sobre el sentido de las decisiones que tomaron en sus vidas. De ahí que haya cierta molestia en algunas compensaciones y restituciones que tuvieron algunos de los personajes centrales en los últimos dos episodios. A nadie inquieta, por ejemplo, el desenlace de Betty Draper. Una muerte próxima por cáncer de pulmón para quien más perseveró en la infelicidad propia y la de su familia.
Pero quizás el cierre con el comercial de Coca Cola, que se lanzó en 1791 y que fue producido por McCann, alumbre esta característica sobre el final de Mad Men. Es evidente que quiere proponerse un vínculo entre la palabra clave del comercial "felicidad" y el final de Don Draper. Esto difícilmente pueda leerse como un indicio de que el protagonista volverá a Nueva York a hacerse cargo del puesto que le espera en Coca Cola. En todo caso podría ser un indicio más bien de lo contrario; alguien más ocupa el puesto que estaba previsto para él. Pero más allá del futuro de McCann, lo central consiste en que por primera vez el porvenir de Don Draper es realmente abierto; por primera vez, su sonrisa es realmente franca y que por primera vez su pasado no dice nada sobre él. El resto, en cambio, deberá conformarse con una felicidad construida a fuerza de consumo, modelos de vida made in America y un afán carrerista como único ideal de triunfo. Todas caídas que Mad Men no necesitó narrar.