La palabra corrupción funcionó siempre como una clave de la cultura política de la contrarrevolución neoliberal en el mundo. Aún antes de su triunfo, en las décadas del setenta y el ochenta del siglo pasado, había funcionado como santo y seña de las clases dominantes; todos los golpes de estado impulsados por Estados Unidos y por los grandes grupos económicos locales la esgrimieron como arma justificadora del asalto golpista del poder en nuestro país y, en general, en el mundo dependiente. Los textos de las proclamas militares contra Yrigoyen y contra Perón la tuvieron en un lugar central. Reagan y especialmente Thatcher la convirtieron en la pieza central de su ofensiva contra el estado de bienestar nacido como alternativa capitalista después de la crisis de 1929 y, sobre todo, después del final de la segunda guerra mundial.
El Estado intervencionista no puede evitar, según el relato, constituirse en un antro de corrupción. La promesa socialdemócrata –nacida en el contexto del ascenso mundial soviético y triunfante como resultado de la última guerra mundial reconocida como tal- fue atacada duramente en las últimas décadas. Lo fue bajo la acusación de una ineficiencia congénita, nacida del aplastamiento de las fuerzas luminosas del mercado, a base de subsidios, altos impuestos y medidas orientadas al aumento del consumo popular. Democracia política y ascenso social de las clases trabajadoras habrían necesitado, según los neoliberales, de un aparato estatal artificialmente inflado e inevitablemente penetrado por la corrupción. El “ogro filantrópico”, como llamó Octavio Paz al estado social favorecía el desarrollo de una casta de nuevos ricos que no eran sino los sectores medios y populares colocados en lugares centrales de la administración pública, ascendidos así a la posibilidad de convertir su influencia política en jugosos recursos económicos, sobre la base del manejo de la información, la coima y la cercanía con las instancias que toman decisiones.
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¿Qué es finalmente la corrupción en el capitalismo? Es la transacción entre quienes tienen el dinero y quienes tienen influencia en el estado: entre la chequera y la lapicera. Sin embargo, los neoliberales convirtieron ese hecho simple y natural del capitalismo y las democracias de masa en el punto neurálgico de su ideología. Cuando el mundo capitalista enfrentó la crisis de los primeros años setenta del siglo pasado encontraron la ocasión para “demostrar” la responsabilidad de los estados sociales en el proceso que en esos tiempos combinó recesión e inflación. El estado –y la corrupción que le es inherente- habría dejado de ser una solución para pasar a ser parte del problema. La privatización, la desregulación, la libertad absoluta del mercado –es decir del poder del capital- eran presentados como el camino providencial que iba a conducir hacia el capitalismo exitoso. Cuando implosiona la Unión Soviética y el sistema de países que giraba en torno a su influencia, la consigna de desmantelar el estado social –ya comenzada en los tiempos de Thatcher y Reagan- pasó a ser la voz de orden del capitalismo global.
El mito que alimenta esta ideología es que el estado social es una maquinaria que alimenta a una masa ineficiente, inculta y propensa a la vagancia y, por añadidura, cultiva el uso de la influencia política a favor de los sectores menos “competitivos” de la sociedad. El relato enfrenta al capitalista productivo, creativo y meritocrático con una masa ociosa e inculta a la que la democracia ofrece la oportunidad de vivir bien sobre la base de acceder a la burocracia estatal. Y en el medio están los partidos políticos como mercaderes intermediarios: sus promesas electorales, su demagogia populista no son sino el sustento imaginario de un sistema de prebendas personales y de grupo, de un parasitismo escondido en la promesa democrática.
La Argentina de los últimos cuatro años ha sido el paroxismo del relato antiestatista con la palabra corrupción como estandarte. Hasta tal punto que un importante sector de las clases medias aceptó el avance brutal sobre sus condiciones de vida perpetrado por la administración macrista, a cambio de satisfacer el viejo sueño de terminar con los vagos de la administración pública y con los “planes sociales” mediante los que se protegía a las clases perezosas, indolentes e incultas.
En estos días estamos viendo el resultado de la nueva aventura neoliberal en la administración estatal. La empresa agroexportadora Vicentín recibió más de 18.000 millones de pesos de parte del Banco Nación, durante la presidencia de González Fraga, el mismo que en agosto de 2017 decía que la solución económica del país era “meter presos a los empresarios corruptos”. La cifra pone al banco público primero, y a considerable distancia de otros, en la lista de los que prestaron plata a los “emprendedores” de Vicentín, en la que ocupan lugares importantes el banco Provincia y el Banco Hipotecario. El mundo maravilloso de los gerentes de grandes firmas privadas, depurado de populismo y corrupción kirchnerista muestra su verdadero y degradado rostro.
Y no se trata, con toda seguridad, de un hecho aislado. Seguramente podremos saber mucho más del paraíso de los emprendedores meritocráticos si se decide una profunda investigación sobre la espectacular deuda externa legada por el macrismo, si se averigua el origen de los fondos utilizados por su partido en las elecciones, si se investigan a fondo las relaciones del elenco gobernante con las empresas de peaje, con los parques eólicos, con el dinero fugado del país hacia guaridas fiscales y otros encantos del “mejor equipo de los últimos cincuenta años”. El mito urbano dice que conviene que gobiernen los ricos porque no necesitan robarle al Estado. Después de las experiencias de la dictadura militar que usurpó el poder en 1976, del menemismo continuado por la primera Alianza y de la nefasta experiencia política que acaba de terminar, acaso sea el tiempo de una profunda discusión sobre el problema de la corrupción en la Argentina. Una discusión que debe ser asumida sincera y decididamente por todas las fuerzas políticas y especialmente por las que se proponen defender intereses populares. En el camino de lo que hace unos años dijera el papa Francisco en su reunión con dirigentes sociales de todo el mundo: “A cualquier persona que tenga demasiado apego por las cosas materiales o por el espejo, a quien le gusta el dinero, los banquetes exuberantes, las mansiones suntuosas, los trajes refinados, los autos de lujo, le pido que no se meta en política”.