En enero de 2015, Jessine Hein, una artista norteamericana poco conocida, presentó en las redes su nueva escultura. Las fotos se viralizaron rápido. La obra era una reconstrucción de la dentadura original de Bowie, hecha a base de acrílico y yeso. Casi exactamente un año más tarde, el mundo recibió la peor noticia: la estrella del glam rock había muerto. Como suele ocurrir, nadie estaba preparado para eso.
A partir de entonces, fans de todas partes del mundo le rindieron diversos tipos de homenajes, la mayoría personales y espontáneos. Un organista improvisó Ashes to ashes en una catedral francesa, una torre aérea emitió el mensaje “RIP David Bowie”, y hasta una constelación en forma de rayo recibió su nombre.
Sin embargo, la dentadura que hizo Hein es única. Hecha mientras Bowie todavía estaba vivo, proyecta mucho más su presencia en el tiempo que los tributos post-mortem. Los homenajes tienen la forma de una despedida o de una lucha contra el olvido. Acá, directamente, hay algo de Bowie que fue capturado. Algo de Bowie que se mantiene vivo.
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¿Qué es? ¿Y por qué una dentadura es la que logra esa magia?
A principios de los 90´, Bowie se hizo la dentadura a nuevo. Su flamante matrimonio con la modelo somalí Iman, junto a la consagración mundial como estrella de rock, lo impulsaron a tomar la decisión. Ya no se codeaba en el mismo ambiente que antes. La obra de Hein recupera la dentadura nativa, antes de que Bowie se dejara vencer por el pudor. Pero no es ese tipo de pudor del que nos interesa hablar.
Los dientes originales de Bowie formaban parte de su iconicidad. Torcidos y encimados, teñidos por el cigarrillo y filosos como colmillos, narraban la historia de un flacucho caucásico de clase trabajadora y su ascenso estrepitoso al mainstream del rock, vértigo económico y estragos del alcohol incluidos. Pero además (junto con su pupila dilatada o su cambiante color de pelo), esos dientes eran una parte fundamental de su imagen personal. Tenían algo de vampirezco. Si Bowie era el outsider del rock, su dentadura lo certificaba como monstruo.
De por sí, ya es un gesto saludable recuperar al Bowie transgresor. Pero creo que la potencia de la obra de Hein es otra.
La primera vez que reparamos en la dentadura de alguien suele ser cuando lo vemos sonreír. Incluso a quienes se esfuerzan por ocultar sus dientes les llega el momento en que la risa los delata. Los dientes son aquello que surge -y que no controlamos- cuando nos dejamos llevar por la alegría, la picardía o el humor. En la mirada funcionan así: aparecen, emergen. Y esa irrupción siempre se da en una determinada escena, que suele ser la sonrisa.
Por lo tanto, dentadura y sonrisa, sonrisa y dentadura, son indisociables. La obra de Hein recupera aquellos dientes marginales, pero lo que evoca no es una etapa artística ni un modo de vida. Es un gesto. Pero, ¿cuál gesto?
Bowie sonreía mucho. No con la sonrisa del que vive en éxtasis o en paz interior. Tampoco con la displicencia del que festeja su propia fama o su propio talento. Era una sonrisa forzada, hija de un pudor incontrolable. Aunque sus entrevistadores lo confundieran con falsa modestia, él mismo solía decirlo: en el fondo era un tipo tímido. Tendríamos que agregar: en el fondo y en la superficie. Cualquier persona, con solo verlo en el escenario o en cualquier entrevista, lo puede notar. En los planos grandes, su figura tiene la fragilidad de un bailarín introvertido, que prefiere mirar desde un costado cómo sus colegas ensayan en el escenario. En los planos cortos, el pudor se dispersa por todo su cuerpo, se niega a ser atrapado. Pero hay un lugar donde siempre es visible. Ese lugar es la sonrisa.
Retomemos nuestra pregunta inicial: ¿cómo la obra de Hein logró mantener algo de Bowie vivo? Solo a fuerza descubrirlo. Si el gesto evocado por la obra consiste sobre todo en una irrupción, en una aparición de los dientes, el pudor que expresa ese gesto no puede esconder. No es un pudor que esconde. Es un pudor que muestra, que desnuda, o, mejor, que transparenta.
En el ícono del glam rock, en el gran extrovertido, en un hombre que se pasó la vida disfrazándose, siempre hubo algo como esto: una timidez que espejea, que se expone a sí misma, que resplandece con alegría.
Hay una escena que todos vivimos alguna vez. Un niño habla con algún personaje imaginario. Está muy concentrando llevando a cabo su negociación. En un momento, nos mira. Sin decirlo, está invitándonos a jugar con él. Hay desafío en su mirada. Pero también hay algo de pudor. Porque es desde adentro del juego que nos está invitando, abiertamente, a jugar.