Otro paradigma, la misma pregunta: ¿Quién tiene la manija?

 El país que está a la vanguardia en la lucha contra la pandemia no se parece al que dejó Macri. El peligro de la migración silenciosa. Ni abrir ni cerrar: una tercera vía. Cambios de paradigma y la lucha por el futuro: se abren dos caminos ante Alberto Fernández.

17 de mayo, 2020 | 00.05

La Argentina producirá uno de los tests para detección del coronavirus más avanzados del mundo. La tecnología es más confiable, más rápida y más económica que las que había disponibles hasta ahora. Fue desarrollada íntegramente aquí, por instituciones públicas que colaboraron de manera virtuosa, con científicos formados en la universidad pública, con financiamiento estatal y cuyos beneficios llegarán a todos, empezando por los que más lo necesitan. El mérito de sus investigadores puso al país en una pequeña élite mundial.
 

La noticia se dio a conocer desde la Quinta de Olivos el viernes por la noche. Estaba previsto que el anuncio lo hicieran los ministros de Salud, Ginés González García, y de Ciencia, Roberto Salvarezza. Alberto Fernández decidió dar el mensaje en persona. De alguna manera, la novedad resume, punto por punto, las principales características por las que el Presidente querría que aprecien su gobierno: la valorización de lo público, la importancia del desarrollo técnico y científico y de su usufructo con criterio político y social.

 

El avance no pudo ser más oportuno. En el corto plazo llegarán a producirse cien mil tests por semana, que se volcarán de manera prioritaria en villas de emergencia, geriátricos, cárceles, paradores urbanos y otros focos donde es más grande el peligro de un evento supercontagioso, justo cuando la pandemia empieza a salirse de control en esos lugares. El nuevo kit permitirá testeos masivos con resultado en menos de dos horas, lo que allana el camino hacia una estrategia mucho más agresiva de rastreo y aislamiento de casos.

 

Se trató, también, de una puesta en valor de sectores que fueron desguarnecidos durante el macrismo. Los voceros de la medida fueran González García y Salvarezza, al frente de dos ministerios que el 9 de diciembre pasado no existían porque habían perdido su rango en manos del gobierno anterior. Ese sentimiento de reivindicación no es exclusivo de las cúpulas políticas sino que tiene réplica, por estas horas, en profesionales de la ciencia y la salud de todos los niveles y en todo el país.

 

El test anunciado el viernes está lejos de ser el único logro que pudo exhibir la Argentina desde que comenzó la crisis global a causa del coronavirus. A pesar del aumento de casos de la última semana, que se explica en gran parte por los focos en la ciudad de Buenos Aires, la estrategia sanitaria a nivel nacional sigue dando resultados y la curva de contagios y fallecidos se sigue alejando de la que exhiben vecinos como Chile, a punto de colapsar, o Brasil, que va en rumbo firme a ser el próximo epicentro global de la pandemia.

 

Otro equipo científico había anunciado, una semana antes, la creación de un test serológico más efectivo que los importados. Hay solo ocho países en todo el mundo que desarrollaron esa tecnología. La producción nacional de respiradores sigue aumentando semana a semana y el presidente Fernández dijo que ya hay “suficientes para que si lo peor pasara todos puedan ser atendidos”. También se sumaron, desde que comenzó la crisis, más de mil camas de terapia intensiva, muchas en  lugares donde previamente no existía ese servicio.

 

Esta semana se completó la obra de 12 hospitales modulares nuevos, en zonas de alta concentración demográfica donde existía un déficit hospitalario, que se planificaron y ejecutaron de cero en menos de dos meses. En enero, cuando en China completaron cuatro en dos semanas, las imágenes parecían sacadas de una historia de ciencia ficción. Una vez que pase la pandemia, seguirán allí, mejorando la calidad de vida de los vecinos. En las obras trabajaron, día y noche, más de mil personas. No se registraron contagios.

 

A esta altura no llama la atención que los medios opositores hayan dado menos cobertura a esos logros, con el potencial de salvar a miles de personas, que a una frase del Presidente en la que recordó la pésima gestión en materia sanitaria de la exgobernadora bonaerense María Eugenia Vidal, y particularmente una desafortunada expresión suya: “No voy a abrir hospitales nuevos porque es una estafa a la gente”. Vidal abandonó las obras de siete hospitales a partir de 2016. Cuatro de ellos fueron terminados por esta gestión.

 

La lectura de los editorialistas fue unívoca: Fernández rompió la tregua. Es llamativa la sensibilidad de quienes ven un acto de agresión en ese comentario pero no en las acusaciones internacionales de autoritarismo firmadas por el expresidente Mauricio Macri, la convocatoria de diputados opositores a cacerolazos y “travesías por la democracia”, las operaciones para vincular al gobierno con una suelta imaginaria de presos o los ataques coordinados (por un importantísimo exfuncionario) a través de las redes sociales.

 

El viernes, después del anuncio de los nuevos kits de testeo, el Presidente difundió una foto junto a Horacio Rodríguez Larreta. Fue una respuesta a esas especulaciones pero también a las tensiones crecientes entre el alcalde porteño y un frente conformado por intendentes bonaerenses y el gobernador Axel Kicillof, que ven con preocupación cómo se torna inevitable que el aumento de casos en la ciudad de Buenos Aires permee al conurbano, donde las condiciones para intervenir una vez que hay un foco son mucho peores.

 

Varios referentes territoriales destacaron en los últimos días que los barrios más vulnerados de la provincia son protagonistas de un fenómeno novedoso. Vecinos que en su momento se habían mudado a otras villas, más cercanas o dentro de la ciudad de Buenos Aires, en búsqueda de mejores condiciones de vida, están regresando por miedo a la pandemia. No existe ningún tipo de control sobre esta migración silenciosa, que puede estar llevando el virus a todos los puntos del conurbano.

 

En la Quinta de Olivos coinciden con el diagnóstico de Kicillof y los intendentes sobre la situación en la ciudad de Buenos Aires. Cuando el operativo Detectar desembarcó, primero en la 31 y luego en la 1-11-14, los responsables se encontraron con un abandono total. La falta de agua y de luz en varias manzanas sólo ponen en manifiesto la inacción generalizada. La tasa de duplicación allí hoy está en niveles equivalentes al peor momento en Lombardía, NY o Madrid. Es lo único en lo que se parecen, desde ya.

 

Sin embargo, la decisión es privilegiar el trabajo conjunto que se está haciendo hasta ahora. Esa convicción, que surge personalmente de Fernández, se apoya en dos columnas que parecen indestructibles. Por un lado, el Presidente apuesta a una forma de conducción a partir de consensos. Por el otro, considera en la práctica que sin una cooperación estrecha entre todos los ámbitos, será imposible hacer frente a la pandemia. La colaboración, en cualquier caso, no corre peligro, a pesar de que los chispazos resulten inevitables.

 

Resulta evidente, aunque muchos señalen para otro lado, que el esquema de trabajo conjunto también le genera más problemas a Rodríguez Larreta. El alcalde transita en simultáneo el conflicto por la jefatura de su espacio político y no pudo, todavía, cerrar en su gabinete el debate en torno a la estrategia sanitaria, como hizo Fernández. El lobby de los empresarios que quieren abrir la economía a toda costa tiene embajadores dentro del gobierno porteño, lo que explica algunas de las decisiones que ahora están bajo la lupa.

 

Cerca del jefe de gobierno porteño dudan si las trabas que encuentra su ministro de Salud, Fernán Quirós, en la tarea cotidiana, se deben a ese cabildeo o a los celos políticos hacia un dirigente que comenzó a destacarse por la gestión de crisis y podría tener chances en la carrera por la sucesión. Probablemente se trate de las dos cosas. Lo cierto es que muchas veces las decisiones que toma se demoran por motivos incomprensibles, lo cual no perjudica al ministro sino a los ciudadanos porteños, de más está aclarar.

 

Dentro del gabinete de Rodríguez Larreta todavía hay funcionarios que, con el micrófono apagado, proponen la inmunidad de rebaño: “Tenemos que empezar a contagiarnos”, aseguran. Esta semana se conocieron estudios serológicos que indican que en lugares por donde el coronavirus hizo desastres, como España o Francia, no más del diez por ciento de la población desarrolló anticuerpos. Ya hay coincidencia en el mundo de que es imposible resolver la pandemia por esta vía sin sufrir decenas de miles de víctimas fatales.

 

En el debate entre abrir o cerrar, comienzan a aparecer en la Argentina algunas voces que proponen una tercera vía: la necesidad de pensar reformas estructurales que permitan convivir con esta pandemia o cualquier otra que aparezca en el futuro sin necesidad de sacrificar la actividad económica ni la vida de muchísimas personas. Es una idea que ya se discute en otros lugares del mundo y parte de la premisa de que la pandemia está acelerando cambios de paradigma que se incubaban de manera latente en la sociedad.

 

Por ejemplo: esta semana, Twitter le anunció a sus cinco mil empleados que quienes deseen seguir trabajando de manera remota una vez que termine la pandemia, podrán hacerlo “para siempre”. La empresa es una de las primeras en el mundo de esa magnitud en virar hacia un modelo de home-office y los preparativos incluyen la asignación de una cifra extra a quienes adhieran a esta modalidad para que puedan hacerse cargo de los gastos adicionales en los que deban incurrir por quedarse en sus casas, incluyendo hasta nuevos muebles.

 

Eso sucede ahora. Muchas otras empresas ya estudian cómo implementar modelos similares. Los debates sobre lo que viene, dentro de no tanto tiempo, alcanzan ribetes más extremos. Cuestiones como el ingreso universal ciudadano, reducción de la jornada laboral y hasta de la semana laboral, o la revalorización de algunas tareas esenciales, que hasta hace poco eran exclusivos de ciertos grupúsculos, hoy tomaron por asalto la agenda mainstream en el hemisferio norte y en Asia. 

 

En la Argentina, resulta necesario que el Estado se ponga a la vanguardia en lo que respecta a este proceso de transformación. Se debe empezar a discutir una agenda que atienda maneras novedosas de encarar problemas viejos, como la pobreza estructural y la economía en negro, que proponga maneras de sostener el desarrollo científico y tecnológico como vía hacia el valor agregado, y que estudie cómo acompañar los nuevos paradigmas de forma que redunden en mejores condiciones para todos y no en ganancia para los de siempre.

 

El peronismo originario detectó nuevas formas de organización del trabajo y consagró los derechos que correspondían a ese marco, algo en lo que fracasó (o siquiera intentó) el peronismo de los 90s cuando el modelo pasó de la industria a los servicios. La tarea que la historia le deparó a este gobierno es la de garantizar una nueva generación de derechos laborales que responden a necesidades acumuladas en el último medio siglo, a otras que nos explotaron en la cara en la pandemia y a las que se presentarán en el futuro cercano.

 

Después de todo, se trata de la vieja dicotomía de siempre, entre el Estado y la mano invisible. Los cambios van a suceder, empujados por el peso ineludible de la historia y acelerados por una enfermedad que llegó para trastocar nuestras vidas. La cuestión, aunque hablemos de escenarios futuristas, es la misma desde hace siglos: ¿Quién conduce ese cambio? ¿Quién paga el costo? ¿Quienes serán los beneficiados? ¿Quiénes sufrirán las consecuencias? En resumen: ¿Quién tiene la manija?

 

Esta semana, en una reunión con representantes de los movimientos sociales, el Presidente dijo que a esta altura del partido, “la economía es una hoja en blanco”. Después de algunas zozobras, se relanzó el proyecto de impuesto a la riqueza. Además, la titular de la AFIP, Mercedes Marcó del Pont, comenzó a delinear una eventual reforma tributaria, que consolide un aporte mayor de los sectores de riqueza más concentrada. Son señales que pueden dar alguna pista de cuál es la respuesta que imagina el Presidente a esas preguntas.

 

Uno de los argumentos en boca de los periodistas y dirigentes opositores que se oponen a tributar a los 12 mil argentinos más ricos para financiar la salida de la crisis es que la decisión recae sobre quienes, cito de memoria, “producen y dar trabajo”. El BCRA informó esta semana que, durante los cuatro años de Macri, entre cien personas fugaron casi 25 mil millones. Todo ese dinero no financió un solo puesto de trabajo en el país. El excedente de las grandes fortunas hace rato que no se invierte acá.

 

La contracara del impuesto al 0,025 por ciento es el dato que reveló ayer El Destape: el Estado ayuda a cubrir los sueldos de Clarín y Techint, dos empresas con fuertes ganancias aún en este contexto, que repartieron dividendos millonarios entre sus accionistas, echaron personal durante la pandemia, pagan salarios con descuentos o en cuotas, blanquean su dinero en guaridas fiscales y colaboran en campañas de desinformación y desestabilización del gobierno, mientras miles de PyMEs no acceden a los beneficios anunciados.

 

El peligro en el que incurre Fernández cuando su opción por el consenso se confunde con pasividad y los subsidios para millonarios llegan antes que la ayuda que miles de argentinos esperan para poner un plato de comida en la mesa es que se horada la legitimidad de su gobierno, electo con otro compromiso. El día que la sociedad le dé la espalda, no habrá nada que lo proteja de seguir el destino de Evo Morales o Dilma Rousseff. Si ese día llega, la misma mano que ahora recibe millones va a ser la que empuje el banquito.