La noche del 8 de mayo de 2019, cuando presentó su libro “Sinceramente”, Cristina hizo pública una reflexión sobre la historia argentina y sobre la “naturaleza” política de nuestro pueblo. “Somos difíciles los argentinos” dijo aquella noche. En el centro de esa reflexión estuvo el tiempo del regreso de Perón, su convocatoria a la unidad, a superar el rencor. En su famoso discurso del 12 de junio de 1973 -que sería su último mensaje al pueblo-, Perón explicó la resistencia de un sector muy importante del empresariado al “pacto social” que había lanzado para la reparación de la situación socioeconómica dejada por la dictadura y para el lanzamiento de un modelo nacional que debía ser aprobado por la ciudadanía y alcanzar estatura constitucional, como él mismo había anunciado en el Congreso el 1ero de mayo de ese mismo año.
La ex presidenta venía revisando intensamente aquella época, ese breve período después de la dictadura instaurada con el pomposo título de “Revolución argentina”, en el que la Argentina vivió la reapertura de sus instituciones democráticas, mientras se ponía en marcha otro ataque -en este caso de una crueldad sin precedentes- que terminaría con la recuperación del poder por los sectores más concentrados de la economía, en cohabitación con quienes difundían desde las instituciones interamericanas manejadas por Estados Unidos, la llamada “doctrina de seguridad nacional”. Ese salvaje golpe cívico-militar fue precedido de duros enfrentamientos entre corrientes internas del peronismo.
Indudablemente la evocación en la presentación del libro está inscripta -y en buena parte explica- la decisión que tomaría pocos días después cuando dio a conocer la fórmula que encabezaría Alberto Fernández y que ella misma integraría en su condición de vicepresidenta. CFK había madurado la necesidad de una adecuación de su propuesta política, en el contexto de una grave crisis nacional provocada por el gobierno de Macri y las dificultades para la gestación de una amplia unidad popular con el peronismo en su centro. “Sin Cristina no se puede, con Cristina no alcanza” era la imprecisa fórmula que aparecía de problemática traducción en un peronismo claramente dividido alrededor de contradictorios balances sobre la experiencia de los gobiernos kirchneristas.
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Esto tiene importancia porque el tiempo que hoy habitamos es el tiempo de una crisis de ese proceso unitario, en el duro marco de la pandemia y de una gravísima crisis económico-social. Más adelante en el tiempo, la vicepresidenta insistiría con el planteo de superar el enfrentamiento político, cuando en septiembre del año pasado afirmó que para terminar con la economía bimonetaria (forma argentina de la dependencia económica) había que alcanzar un amplio acuerdo de sectores sociales, políticos “y mediáticos”. Es decir, el horizonte no se presenta en los clásicos términos revolucionarios (“quién vence a quién”) sino en la transformación colectiva de un modo de ser de nuestra política, orientada a construir el mencionado “contrato social”. Claro que todo contrato, toda “unión nacional” tiene un contenido hegemónico; no hay modo de conseguir el tan proclamado “mínimo común denominador”, (expresión errónea en las matemáticas y pobremente utópica en la práctica). Ese contrato tiene un interior conflictivo y una solución popular que tiene que verificarse e imponerse políticamente.
El resultado electoral, aun cuando provisorio, es una muy fuerte pregunta sobre en qué punto estamos de ese recorrido imaginario. Nada puede disimular el hecho de que ni se han “depuesto las armas del combate” ni se ha acercado de ningún modo el momento del “contrato”. Por el contrario, la dura combinación de la enfermedad y la muerte que trajo el covid y el grave deterioro de la situación social y económica produjo un debilitamiento de la base electoral del gobierno y un fortalecimiento relativo de la principal oposición, la que se identificó con la experiencia de Macri. No parece haber estímulo alguno para que las clases que se oponen no ya a una profunda transformación, sino al esfuerzo colectivo por reducir los terribles daños que sufrieron y sufren las clases más bajas de nuestro pueblo, cambien su posición. Como se ve en estos días, los “grandes” del poder económico y político doblan la apuesta y empiezan a jugar más abiertamente por la desestabilización del gobierno.
En ese contexto se desarrolla una inocultable tensión interna en el interior del Frente de Todos. Asistimos a un tipo de debate en el cual las más modestas de las propuestas redistributivas en lo interno, y partidarias de una defensa fuerte de los intereses nacionales en la discusión con el Fondo, son miradas como posiciones radicales que también constituyen una “amenaza” para el gobierno. Lo que sale a la luz pública de ese debate es que hay acuerdo para “poner plata en el bolsillo de la gente”, una fórmula que reduce la complejísima situación política a una disposición a otorgar mejoras inmediatas a los sectores más empobrecidos. Es muy discutible que una mejora relativa y a corto plazo pueda cambiar mágicamente la realidad electoral. La política es materia, pero también es esperanza; para que las mejoras inmediatas sean efectivas deben estar unidas a una promesa, a una idea de cómo se cambia efectivamente de rumbo en la dirección de un plan de desarrollo productivo y de reparación social.
Inevitablemente un planteo de este tipo lleva a un lugar central la renegociación de la deuda con el FMI. Estamos negociando una cuestión crucial que atañe a nuestro futuro por muchos años. Y el proceso que llevó al endeudamiento fue explicado oportunamente por el presidente como un acto de irresponsabilidad del gobierno de Macri del que el Fondo termina siendo cómplice (todo indica que como exigencia de Estados Unidos de colaborar con la campaña electoral oficialista. ¿Esa mirada entra en el despacho donde se negocia o se queda en la puerta? Por otra parte, antes de que la negociación termine, estamos viendo sus consecuencias: el “equilibrio fiscal” es un modo en que se expresa la prioridad de los pagos de la deuda por sobre la urgencia social. Es el modo de imponer los intereses de las grandes corporaciones. Se lo llame ajuste, o de cualquier otro modo, es muy difícil pensar que esa exigencia del organismo de crédito no tiene relación alguna con la subejecución de los gastos previstos en el presupuesto. Y nada menos que en la más dolorosa de las circunstancias sociales.
Entramos en una zona muy crítica del conflicto político. La derecha, que expresa a los sectores más enemigos de ese “contrato social de responsabilidad ciudadana, del que habló CFK rememorando los tiempos de Perón y de Gelbard, está intentando capitalizar el resultado de las primarias a favor de la extorsión al gobierno y como parte de un proceso desestabilizador. Enfrentar esos planes supone, en primer lugar, la preservación de la unidad del frente de todos. Y, al mismo tiempo, la elaboración de una hoja de ruta clara para el período que -a pesar de la inevitable incertidumbre- parece haber comenzado con relación a la pandemia. Es decir, junto a las medidas urgentes, la promesa de un camino distinto a recorrer y la decisión política de recorrerlo.