El año cierra con noticias electorales con mucha tensión política y social en distintos países de América. No es ese un dato al que estuviéramos acostumbrados. Vamos a decirlo: en lo que respecta a Sudamérica, los populismos habían generado estabilidad en el sistema político, y eso en algunos casos era toda una novedad, luego de varias presidencias inconclusas.
Cuesta reconocerle ese rasgo a los populismos largamente acusados de todos los males, pero es un hecho. Lo cierto es que en el presente ya no abunda la certidumbre: desde que Fernando Lugo fue destituido en un procedimiento exprés en Paraguay y Manuel Zelaya desalojado por la fuerza de la presidencia de Honduras, las derechas han forzado los procedimientos institucionales, para conseguir lo que no lograron en las urnas, como sucedió en Brasil destituyendo a Dilma Rouseff; o apelando directamente a un golpe de estado en Bolivia.
Ahora en Perú el Congreso destituye al presidente Martín Vizcarra, tres años después de haber hecho lo propio con Pedro Kuczynski. Un escenario que nos retrotraer a la década del ’90, cuando varias democracias de la región sufrieron renuncias y destituciones de sus presidentes.
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Al retomar un ciclo de inestabilidad, es cuando comienzan a operar otros factores de poder que ven en ese proceso crítico oportunidades nuevas; porque la regla en situaciones de inestabilidad es que los actores que deberían conducir al gobierno, tanto en el ejecutivo como en el Legislativo, están debilitados por diversas razones: crisis de liderazgo, fracturas internas y una crisis económica que dificulta la gobernabilidad.
Cuando se suceden estas situaciones los partidos políticos si no logran recomponer su poder para tomar decisiones se hunden en un pantano del que cualquier salida parece posible. En ocasiones la respuesta a por qué destituyen a un presidente es muy sencilla “Porque pueden”, en este caso por los votos que tienen en el Poder Legislativo, y no necesariamente una construcción de poder acabada que acompañe al nuevo mandatario o mandataria. Porque el fracaso de los golpistas bolivianos es realmente histórico. Exiliaron a los dos principales líderes, persiguieron a los seguidores del MAS, impusieron varias restricciones a los derrocados para las elecciones y sin embargo las perdieron y lograron que el MAS volviera al poder con más votos que los imaginados. En las elecciones de 2019 pudieron dar un golpe (en el doble sentido) y lograr una salida, pero no tenían mucho más que eso.
En el caso peruano, aunque diferente en varios sentidos, existe una coincidencia; dos vacancias sucesivas y una reciente renuncia, sin que quienes llevan adelante la destitución, tengan un poder acumulado para asegurar un futuro luego del día después y Perú tenga hoy un destino político incierto. ¿La diferencia central? En Perú casi no existen los partidos nacionales, y no poseen nada siquiera semejante al MAS. El poder de veto, de obstrucción es solo el inicio respecto al poder para generar una opción.
Perú aún navega en ese océano donde la orilla se encuentra muy lejos ahora con la renuncia de Manuel Merino, luego de masivas protestas populares en su contra y el abandono de su gabinete. Por otra parte esto sucede mientras en los EE.UU. se realizaron las elecciones más controversiales de las últimas décadas, sino la más. Un derrotado que no quiere admitir su derrota mientras denuncia fraudes insólitos y recibe marchas de apoyo con discursos no muy cercanos a una democracia.
¿Qué está pasando exactamente en el país más poderoso de la tierra? ¿Se está terminando algo e iniciando otra realidad política? ¿Hasta dónde corrió los límites de la democracia una elección con discursos racistas merodeando las ciudades, mientras la comunidad negra sufría muertes? Esta elección movilizó a millones de votantes como no ocurría hace décadas ¿eso es signo de un proceso de fortalecimiento de la democracia pero también del conflicto social y político?
No quiero amontonar preguntas, pero lo que sucede en el país de norte es de tal magnitud que quizás nos obligue a revisar la biblioteca para poder explicarlo, sobre todo nos deja más bien mudos a la hora de decir hacia dónde llevan estos hechos.
Y volviendo al sur, Chile también se encuentra en un proceso clave de su historia reciente. Finalmente va a reformar la Constitución heredada del general Augusto Pinochet. En un proceso que incluye a una sociedad fuertemente movilizada en contra de varias dimensiones: del estado, de un modelo económico que genera desigualdad y lógicamente de los partidos quienes deberían dar las respuestas.
La pregunta que recorre Chile es respecto a cuál espacio político se hará cargo de lo nuevo, de este emergente caótico que reclama un nuevo horizonte de sociedad. Tensión con componente de clase que se expresó en la votación: el rechazo a la reforma constitucional se hizo fuerte en las comunas más ricas (en la emblemática Las Condes por caso) expresando también la vigencia de la expresión política de esa fractura. Las próximas elecciones de convencionales constituyentes y el desarrollo de la Asamblea, dirá mucho de lo porvenir. Si la democracia siempre está tensionada, porque no cesan quienes la cuestionan o porque “no cumple” con sus promesas, todo indica que estamos viviendo un tiempo en donde esas dimensiones se profundizan.
Los proyectos elitistas, que se hicieron presentes en varios países de la región, se mostraron algo refractarios a sostener los principios democráticos, espiando a sus ciudadanos y persiguiendo judicialmente a opositores.
Las demandas de millones de personas en la exclusión siguen reclamando una democracia plena. No nos extrañe que por estas tierras oigamos también discursos de desafección democrática, por decirlo suavemente. Contar con partidos políticos y organización popular, es una fortaleza que tenemos en Argentina y debemos valorar. Pero no para dejar de prestar atención a este nuevo clima.