Alberto Fernández no quiere terminar con la propiedad privada de los medios de producción; simplemente pretendía rescatar una empresa vaciada de modo fraudulento por sus propios dueños. El oficialismo no pretende terminar con las grandes fortunas en el país; solamente pretende convertir en ley una contribución de esos privilegiados al esfuerzo que todo el país está haciendo para enfrentar una complicada situación económica que es en parte producto de la pandemia, pero sobre todo la consecuencia de una política de despojo social y nacional promovida por el anterior gobierno. Un gesto y un aporte de las grandes patronales –dicho sea de paso- que, en otros países, éstas hicieron voluntariamente. No se quiere terminar con el poder judicial sino reformarlo, de modo de hacerlo más justo y más accesible para los sectores populares. En todos los casos se trata de propuestas “minimalistas”, no guiadas por ideologías revolucionarias sino por un sentido básico de justicia social.
Sin embargo, la respuesta de sus adversarios adopta un lenguaje de radicalidad que por momentos se acerca peligrosamente a un repertorio “antisistema”. Se promueve la ocupación de la calle en abierto desafío al sentido común que lo desaconseja en tiempos particularmente críticos de la lucha contra la pandemia. Se impulsa una política parlamentaria muy particular, que solamente acepta discutir en sesiones virtuales aquellos proyectos con los que están de acuerdo los diputados de la oposición. Es decir que el sistema virtual no es un problema, en la medida en que el ejecutivo no pueda avanzar con su agenda propia: un gesto imposible de ser fundamentado con razonamientos, es pura deslealtad política. La derecha agita la libertad, supuestamente conculcada por el gobierno del frente de todos, y practica lo que todos los manuales de ciencia política (inspirados casi de modo absoluto por una visión liberal) llaman “oposición desleal”. Así califica el liberalismo lo que, desde esa visión, se considera un trabajo de zapa contra la legalidad democrática, promovido desde visiones revolucionarias. Los (neo) liberales realmente existentes rechazan esa doctrina. Se han convertido, ellos mismos, en “antisistema”.
La élite de la derecha argentina sostiene, en su defensa, que el mandato que le dio su electorado es el de representar a quienes están en desacuerdo con el gobierno. El mandato vendría “desde abajo”, desde su electorado. Decía Gramsci “no es verdad que el peso de las opiniones sea exactamente igual. Las ideas y las opiniones no “nacen” espontáneamente en el cerebro de cada individuo: tuvieron un centro de formación, irradiación, difusión, persuasión, un grupo de personas que las elaboró y las presentó en la forma política actual”. Es decir que Juntos por el Cambio es responsable de su conducta política. Entre otras razones porque su prédica y, sobre todo, su práctica de gobierno contribuyeron intensamente a la creación de este microclima antinacional y antipopular que hoy se expresa en la forma de la indiferencia por la vida de los argentinos y argentinas.
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¿Qué ocurre, mientras tanto con la otra élite argentina, la que se reivindica en términos democráticos-nacionales y populares? Son ostensibles los gestos que esa fuerza política realiza en la dirección de un apaciguamiento del clima de enfrentamiento en la sociedad argentina. El punto de partida de esta conducta no está en la gestualidad del presidente, sino en la decisión política y estratégica asumida por CFK en su discurso público del 18 de mayo del año pasado. Allí se evaluó la nueva realidad mundial, regional y nacional en la que estaría involucrado el gobierno argentino recuperado de manos de la derecha. La unidad amplia y plural no se planteó entonces en términos exclusivamente electorales sino también como condición de viabilidad y premisa de éxito de un gobierno cuya naturaleza sería de reconstrucción nacional después de un nuevo y vertiginoso desastre neoliberal: la coalición de gobierno deberá ser aun más amplia que la unidad electoral, se dijo entonces. De modo que a la intensidad rayana en el delirio del discurso de la oposición macrista se opone hoy no una radicalidad de signo contrario, sino un discurso de contención y convocatoria. Es natural que a muchos simpatizantes del frente de todos les moleste la gestualidad del presidente con su “gran amigo” Horacio Rodríguez Larreta, quien reprime duramente las manifestaciones callejeras que exigen el esclarecimiento de los crímenes macristas, mientras tolera gustosamente las expresiones violentas e intolerantes de su propia masa de apoyo. Pero el problema está en distinguir estados de ánimo legítimos de dolor o de impaciencia con estrategias y tácticas políticas. La pasión política es un componente esencial de un movimiento popular, pero solamente si se integra con los cálculos y las decisiones que, obligadamente, deben ser tomadas por la dirección del movimiento. Tanto en esta afirmación como en la cita de Gramsci, bien puede percibirse un aroma “elitista”. Más en un momento histórico en el que las élites políticas globales ceden su lugar de conducción a las grandes corporaciones financieras. Pero, hasta hoy, las experiencias “horizontalistas” de la política popular han terminado siempre en el vacío y la frustración. Y nada indica que de aquí en adelante puedan terminar de otra manera.
La intensidad irracional de la derecha –como siempre arropada por los monopolios de la información- tiene la apariencia de la fuerza. Grupitos de algunos cientos de personas producen hechos con un impacto comunicativo mucho mayor que el que suelen tener las multitudes populares más significativas. El clima de guerra civil en potencia que pretenden crear está lejos de representar el estado de ánimo de las mayorías. Duele, eso sí, ver el lugar social y político al que han ido a parar personas que, en otros tiempos, han hecho importantes aportes a la cultura y al pensamiento popular y que hoy compiten con pequeños personajes de la política para ocupar el lugar del ridículo social.
Nada de eso debería oscurecer la conciencia de que el país pugna por recuperar un rumbo. La oportunidad de que Argentina produzca a escala regional la vacuna contra el virus que ha provocado la actual pandemia global, sin antecedentes en la historia por su alcance y costo en vidas, es un signo del lugar del país. Un lugar que no le pertenece a ningún sector político sino a la nación en su conjunto.