Como Narciso, obnubilado ante su propio reflejo en las aguas cristalinas de un lago, el porteño se mira en la vidriera del cajero automático de la esquina. Cree que la imagen que le devuelve el vidrio es una fiel postal de la realidad del país. No sabe (o prefiere no saber) que en el 85% del territorio nacional, hace días se vive la nueva normalidad. Quienes han hecho del “Porteñocentrismo” una filosofía, una forma de mirar de reojo a quienes viven más allá de la General Paz, prefieren no saber nada de lo que ya ha comenzado a suceder en el interior. Quizás ellos no sepan que Matías, en San Martín de los Andes, ya se reencontró con los paisajes patagónicos después de casi un año probando suerte en Australia junto a su novia, y habiendo pegado la vuelta a la patria en busca de un abrazo que hoy resulta imposible; tal vez no conozcan a Licy de Corrientes, que volvió a disfrutar las comidas en familia y las caminatas en la costanera a la vera del Paraná; no habrán hablado con Sebastián, un porteño que no ejerce hace años y en Salta, planea un asado con amigos para este mediodía, bien temprano, ganándole al Domingo largas horas de sobremesa antes de que la noche lo transforme en Lunes otra vez.
Más allá de los dos metros de distancia social y los protocolos para evitar posibles contagios, de a poco, la Argentina empieza a ponerse en movimiento. En el marco de una crisis económica que dejará tremendas secuelas, la vida continúa. El decir y el hacer conforman una ecuación en la que la incógnita resulta imposible de despejarse si cada uno, cada una, no se detiene a pensar. Llenamos con palabras el vacío existencial, develando la imposibilidad de mirar hacia al interior (del país, claro) y de nosotros mismos. El bicho de la gran ciudad se pone por delante de la historia. Lo único importante es lo que a él le pasa. Pero será difícil modificar esta creencia falaz si no se le da lugar a una (nueva) pregunta.
¿Por qué al porteño le cuesta tanto dejar de sentirse el ombligo de la Argentina? Por primera vez, la capital es uno de los distritos postergados, y eso genera posiciones encontradas, incapacidad de reflexionar, de construir una nueva mirada de los acontecimientos y un análisis un poco más profundo de lo que nos pasa con lo que pasa.
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Cuando el porteño no puede hacer, entonces, habla. Y en estos tiempos de redes sociales, postea. De política, de economía, de salud, o de lo que se le ocurra. Habla sin saber, o sabiendo, pero sin detenerse a pensar. Es parte de un opinadero en el que todos sangran por la herida. Una herida narcisista, un puñal clavado en la diferencia entre lo que se quiere y lo que se puede.
En el texto “Una dificultad del psicoanálisis”, Freud enumera las tres heridas narcisistas que ha debido soportar la humanidad: la cosmológica (a partir del reconocimiento de que la tierra no era el centro del universo), la biológica (el humano no es un animal superior) y la psicológica (el yo no es el amo en su propia casa). A esta última me gustaría sumar la versión porteña. Una vez más, el interior no existe. Cerramos los ojos a la Argentina de cabotaje y miramos afuera, creyendo que la salida, una vez más, la encontraremos copiando modelos extranjeros, importados.
El interior siempre me regaló experiencias enriquecedoras, la posibilidad de conocer nuevos amigos y de reencontrarme con los que la vida me fue dando desde chico y eligieron alejarse de la gran ciudad. Intento vencer la incredulidad al ver cientos de miles de runners porteños corriendo tras quien sabe qué, y busco refugio en mis hermanos de la patria postergada que hoy pica en punta. En Mendoza, Juan no ha dejado de trabajar ni un solo día. Pasa las horas entre los viñedos y su flamante paternidad. Diana me cuenta que en Yerba Buena, Tucumán, está permitido prácticamente todo. Con protocolos establecidos, los tucumanos ya se han reencontrado con los deportes y los cafés. Demian anoche celebró en Rosario la expropiación de Vicentin con una barra de santafecinos, compartiendo un asado en una parrilla en la ciudad de los pobres corazones.
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En estos días muchos psicólogos nos hemos planteado tantísimas preguntas respecto al modo de atender a los pacientes y de crear nuevos dispositivos, vuelven a mi mente las teorizaciones de Freud respecto a los obstáculos de la clínica. Me pregunto ¿qué lugar ocupa el porteñocentrismo entre las resistencias de los (im) pacientes porteños? Cuando no puede obtener la satisfacción, el sujeto hace rodeos. Pensar es uno de los caminos que puede tomar quien no deja de repetir. Pensar y pensarse. Darle lugar a la pregunta, a una pregunta que es singular y subjetiva. El Porteñocentrismo parece una herida narcisista común, colectiva. Un mal que aqueja a muchísimos habitantes de la capital. Quizás dejar de mirarse al espejo, y mirar un poco más al interior, sea un buen punto de partida para salir de este circuito destructivo. La nueva normalidad invita a la creación, a la reinvención.
El nombre de mi amigo, Demian, rosarino por adopción, me hace recordar la frase de aquel libro homónimo de Hermann Hesse: y si “quien quiera nacer, tiene que destruir un mundo” propongo destruir el mundo del porteñocentrismo. El sueño de una Argentina federal exige un cambio de posición subjetiva. La historia de una patria grande se escribe mucho más allá de la General Paz.
*Edgardo Kawior es Licenciado en Psicología, Psicoanalista y Productor. Autor de “El enigma de la verdad” (Letra Viva). Mail: licenciadokawior@gmail.com. Redes sociales: Instagram y Twitter.
**La ilustración de portada es de RO FERRER.
***La cita de la imagen es del libro "El enigma de la verdad" (ensayo en tres actos sobre Psicoanálisis y Teatro) y la imagen es de Maximiliano Rodriguez.