La construcción de lobos solitarios

04 de septiembre, 2022 | 00.05

  Una de las preguntas clave de las ciencias sociales a fines del siglo XIX y comienzos del XX era por la transición del feudalismo al capitalismo. Entre las muchas respuestas sobresalieron las de Karl Marx y Max Weber. Este último, en un texto ya clásico de 1905, “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, se enfocó, en contraposición con el marxismo, en los componentes inmateriales de la transición. Lo hizo a través de una analogía entre el ascetismo de las primeras sectas calvinistas, y el carácter austero que suponía necesario entre los primeros capitalistas en tiempos de la “acumulación originaria” (Marx dixit).

  Lo que interesa rescatar aquí de “La ética protestante” es el foco sobre la dimensión individual del proceso. Weber se detenía en la creencia calvinista en la predestinación. Para los calvinistas, a diferencia del cristianismo tradicional, no existía la posibilidad de la remisión de los pecados a través del arrepentimiento y el perdón. Dios solo elegía a una determinada cantidad de almas para ser salvadas, lo que conducía a algunas preguntas inquietantes: ¿Estoy yo entre los elegidos? ¿Cómo hago para saberlo? Una respuesta fue que los actos de los hombres en la tierra eran una manifestación de encontrarse o no entre los elegidos. Y lo central: a diferencia del cristianismo romano, que condenaba la riqueza y cuestiones como el cobro de intereses, el protestantismo creía que conseguir riqueza material era una manifestación de elección divina. 

  Un segundo componente de las creencias calvinistas era la austeridad que, en términos modernos, daba lugar al ahorro y que, por entonces, se consideraba la fuente de la inversión (y no al revés como más tarde explicaría J. M. Keynes). Nótese que la acumulación originaria dejaba de ser el proceso “sangriento” descripto por Marx, consistente en cercamientos, expulsión de los siervos de las tierras y leyes contra la vagancia para los desplazados a los centros urbanos. Ahora la acumulación capitalista era el producto del ahorro y la reinversión del excedente, una visión mucho más noble del empresario capitalista que haría carrera en las universidades de Occidente.

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 ¿Pero por qué interesa rescatar hoy esta visión? Weber, también a diferencia del marxismo, construía lo social a partir del comportamiento individual, y del “espíritu” antes que de la realidad material, tarea en la que no dejaba afuera ni siquiera a los factores psicológicos. Así, la pregunta por la salvación representaba un momento de reflexiva “soledad” del individuo. Hoy sabemos en cambio que el camino, la dialéctica, es bidireccional, el individuo es una construcción social. Y luego, la construcción social se retroalimenta de los comportamientos individuales. Pero volvamos a Weber.

  En el presente los medios de comunicación del gran capital construyen cotidianamente la idea de “meritocracia”. El éxito económico, y por lo tanto social, sería, en línea con los supuestos subyacentes de “La ética protestante”, el producto exclusivo del talento y el esfuerzo individual. El camino puede iniciarse en una buena idea, sino brillante al menos original. Luego viene el trabajo duro que, si hay iniciativa, puede comenzar en cualquier lado. La nueva acumulación originaria individual puede iniciarse casi sin recursos materiales en un “garaje” de Silicon Valley o bien siguiendo el hilo invisible que va de los individuos sexuados de Harvard deseosos de relacionarse con pares hasta Facebook como red global. Es preferible no preguntarse por qué los Bill Gates o los Mark Zuckerberg aparecen en Estados Unidos y no en Zambia o Argentina, detalle geográfico que obligaría a cuestionarse por el sistema de poder mundial y las relaciones de propiedad. Luego, si no hay talento quizá alcance con ser lo suficientemente perspicaces y enriquecerse con la valorización Ponzi de una criptomoneda. Las posibilidades imaginarias del capitalismo son infinitas.

  ¿Pero qué pasa con la inmensa mayoría que se esfuerza denodadamente a diario, que busca y busca, pero sigue viviendo con lo justo, quizá en un pequeño departamento alquilado, y sin que sus ingresos le alcancen para salir de la trampa de jamás tener excedentes? ¿Qué ahorro y qué inversión podrán estas mayorías, austeras por obligación antes que por ética, conseguir para responder solitariamente a la pregunta de estar o no entre los elegidos del capitalismo oligopólico? Y peor aún ¿qué pasaría si los no elegidos en la era de este capital se volviesen contra el sistema? 

   Para trabajar sobre la conciencia de los “no elegidos” el capitalismo contemporáneo creó a los guerreros extremistas. En un universo en el que los progresismos y las izquierdas se volcaron crecientemente a demandas inmateriales, como los derechos de las minorías, el lenguaje inclusivo o las falsas agendas ambientales, anticientíficas y antidesarrollo para horror de la verdadera tradición marxista, las extremas derechas del planeta se dedicaron a construir culpables para los males sociales de quienes quedaron mirando con “la ñata contra el vidrio”. En Estados Unidos los malos son los burócratas de Washington y los inmigrantes, en Europa, los burócratas de Bruselas y los inmigrantes, es decir, los malos siempre son la clase política y los otros, los diferentes, los bárbaros. El gran capital, el espacio de la apropiación de plusvalía, queda fuera de la lista.

  En Argentina los Espert y los Milei son las excrecencias de la reconstrucción y profundización de la antipolítica de fines de los ’90 y comienzos de siglo. Para los guerreros extremistas de la derecha local el mal residiría en “la casta”. Y esa casta no es por supuesto el poder real, sino “los políticos”. En términos gramscianos el mal residiría en la existencia misma de la sociedad política, encarnada en el Estado, que es el que regula y cobra impuestos, versus la sociedad civil, cuyo ámbito es el mercado y al que estos guerreros extremistas consideran el único generador de riqueza y un lugar donde la puja por la distribución no existe. No es casual que sean precisamente los grandes dueños del mercado quienes impulsan y sustentan los discursos de los guerreros extremistas, cuya función social esencial es correr a la derecha el discurso político general y, en el camino, estigmatizar a cualquiera que intente interferir con el ámbito del mercado.

  Hay que decirlo, cuando una inflación que podría terminar el año en tres dígitos continúa podando el poder adquisitivo de los ingresos de las mayorías, es posible que quienes miran la política de fuera se sientan más representados por aquellos que, llenos de furia impostada, señalan a los presuntos culpables de sus males materiales, “los políticos ladrones y los planeros vagos”, que por quienes les hablan de demandas inmateriales lejanas de sus cotidianeidades.

  Finalmente están las particularidades locales, donde “la casta política” no es toda la política, sino que la degradación se concentra sólo en los representes del campo nacional-popular. El copamiento del poder judicial completado durante el período 2016-19, sumado a uno de los poderes mediáticos más concentrados del planeta, se conjugaron para la demonización en tándem del partido de gobierno en general y de su principal líder en particular. Para una oposición que no tiene absolutamente nada que mostrar de sus pasos por el gobierno, desde la primera Alianza radical-frepasista a la segunda Alianza macrista-radical, no queda más alternativa que seguir centrando su discurso en la demonización del otro. Y para una sociedad agotada por casi 5 años de caída tendencial de los ingresos de los asalariados es más fácil concentrarse en el presente que recordar el pasado inmediato y mediato.

  En el marco de esta demonización, a los problemas económicos del oficialismo se sumaron la profundización de la guerra judicial, que machaca sin prueba alguna sobre la presunta corrupción de la principal líder del peronismo, y de los discursos de odio y de negación del adversario político. Las nuevas almas bellas sostienen que no debe tratarse de fascistas a quienes pretenden hacer política despersonalizando y considerando enemigo acérrimo al adversario. Sin embargo, esto es lo que sucede en la realidad política local al menos desde la crisis de las retenciones móviles de 2008, con el detalle de que en los últimos meses parece haberse llegado a un clímax de degradación extrema del discurso público, en el que todo vale para denigrar a los representantes del oficialismo.

  En semejante escenario lo que hasta hace tiempo parecía lejano y aberrante acaba de expresarse como la primera pústula de lo que quizá sea una anomia más profunda y un posible punto de no retorno. Aquellos “lobos solitarios” que en sociedades como la estadounidense se disfrazan de fajina y masacran niños en escuelas, generalmente frustrados e impotentes frente a la multiplicación de sus fracasos y quizá preguntándose en solitario por qué no están entre los elegidos, aparecieron aquí empuñando torpemente la pistola que podría haber matado a la principal líder política del país y dado inicio a una época oscura e impredecible.

  Es posible que todavía se esté a tiempo de capitalizar que “Dios es argentino” y que el magnicidio quedó sólo en intento para comenzar a ponerle fin a los discursos de odio cotidianos y, como lo consiguió otra Unión Cívica Radical a partir de 1983, construir un nuevo pacto y una nueva refundación democrática. Hay mucho para ganar y mucho para perder según el camino que se elija.