"Tenemos que construir una economía de crecimiento y justicia. No puede haber una cosa sin la otra". La frase podría ser parte del repertorio de Cristina Kirchner o cualquier otro líder sudamericano, pero pertenece Hillary Clinton, que el lunes pasado dio un discurso centrado en la economía, en la New School University en Nueva York.
Uno de los centros del debate económico con miras a la campaña electoral de 2016, y más aún dentro de la interna demócrata, está vinculado con el valor del salario mínimo que cobran los trabajadores norteamericanos.
Después de décadas de estancamiento y caída del poder adquisitivo salarial, en coincidencia con un increíble aumento de la tajada de riqueza que queda en los niveles sociales más altos, el Partido Demócrata parece dispuesto a plantear la cuestión salarial como uno de los grandes temas de la campaña.
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Si bien Hillary todavía no se pronunció sobre cuánto debería aumentar el salario mínimo, su partido acompaña a un amplio movimiento sindical que desde hace un tiempo lleva adelante una campaña nacional para conseguir una paga de 15 dólares la hora. Hasta abril de 2014, cuando Obama lo llevó a 10,5 dólares, el gobierno federal fijaba un salario de 7, 5 dólares la hora.
A fines de junio, en medio de una reunión de sindicatos en la mítica ciudad obrera de Detroit, Hillary Clinton los llamó para felicitarlos: "Ustedes no deberían tener que marchar para conseguir un salario digno, pero gracias por marchar por las calles para conseguir ese salario digno".
Puede resultar extraño que sea justamente en los EEUU donde explote un debate tan intenso sobre una política pública que, en muchos países periféricos suele ser atacada como algo del "pasado", de un viejo "intervencionismo" estatal que no trae buenos resultados.
En una reciente columna en el New York Times, el premio Nobel de economía, Paul Krugman, marca este renacer del salario mínimo como una herramienta de política pública poderosa. "No hay ninguna prueba de que el incremento del salario mínimo reduzca el número de puestos de trabajo, al menos cuando el punto de partida es tan bajo como el de Estados Unidos en la actualidad".
Mientras Europa profundiza los ajustes y sigue desmontando su paradigmático "estado de bienestar", en Estados Unidos se acentúa una mirada heterodoxa, neokeynnesiana, que surgió cuando el gobierno de Obama debió enfrentar las secuelas de la crisis de 2008 y 2009.
Estas dos formas de enfrentar la crisis capitalista más seria desde el derrumbe de la década del treinta, muestra resultados dispares en las dos orillas del Atlántico. Mientras Alemania mantiene con respirador artificial a la Unión Europea sobre la base de obligar a los demás a hacer ajustes salvajes, y mantener países con índices de desempleo por arriba del 20%, en Estados Unidos el desempleo cayó a 5,3%, la tasa más baja desde el 2008.
Sobre ese camino ya transitado, la agenda demócrata sobre el salario mínimo está ligada con el problema de la desigualdad, que no paró de aumentar en las últimas décadas y, particularmente, con la crisis de los últimos años.
Hace un mes, el alcalde demócrata de la ciudad de Los Ángeles, Eric Garcetti, subió el salario mínimo un 70%, llevándolo de 9 a 15 dólares la hora. A la hora de justificar la medida, Garcetti también pareció un populista sudamericano: "se trata del programa contra la pobreza más grande de la historia de la ciudad", argumentó.
La idea de que la mejor política social es una política económica progresista, con salarios altos y mayor igualdad, es un cambio ideológico fundamental, que puede terminar de enterrar los largos años de hegemonía ultraconservadora que, hace ya cuarenta años, inauguraron las tesis de los Chicago Boys.