De la foto sabemos dos cosas: que fue tomada algún día del año 1978 o 1979, en un corredor del Museo Soumaya, Ciudad de México, y también que muestra a Bob Dylan, recién llegado del frío de afuera, contemplando Las lágrimas de san Pedro, un óleo pintado por El Greco entre 1587 y 1596. Es decir que, para el momento en que Dylan se detiene frente al cuadro, han pasado unos cuatrocientos años desde su creación, y sin embargo una abrupta intimidad parece atraerlos. No se trata de la paz monástica del museo, o de la captura de un momento de revelación. Más bien es una intimidad que surge de la mirada cansada y atenta que el músico le dirige al apóstol, y que sucede en un espacio sin tiempo. ¿Cuál es ese espacio? ¿Dónde se produce exactamente el encuentro que la foto sugiere?
Un primer vistazo nos revela la semejanza hábilmente capturada entre las poses, las corpulencias, la campera de cordero de Dylan y el manto de san Pedro. Esa serie de correspondencias resulta más que un simple juego si observamos con detenimiento la expresión de Dylan. Las cejas ligeramente enarcadas y la boca entreabierta componen un gesto hosco; su mirada expresa interés, pero también una especie de perplejidad distraída, como si en vez de mirar una imagen fija estuviera presenciando un acontecimiento... ¿Es posible que Dylan esté mirándose a un espejo? En efecto, en el período en que la foto fue tomada, el músico se había convertido al catolicismo y se dedicaba a hacer música exclusivamente cristiana (así como Pedro, tras responder a la llamada de Jesús, pasó de ser un pescador común a ser un "pescador de hombres", por esos tiempos Dylan luchaba, en vano, por evangelizar a sus fans). La idea del espejo, sin embargo, resulta rigurosa si tomamos en cuenta que, apenas un año después, el músico abandonaría el rol de pastor y sus letras volverían a secularizarse. Es decir: si alguna vez Dylan se miró a un espejo y vio a san Pedro, no fue más que un reflejo pasajero. Y sin embargo, en todo reflejo que reconocemos como nuestro no solo hay una apariencia superficial, si no la intuición de algún tipo de verdad.
Las lágrimas de san Pedro muestra el arrepentimiento que padece el apóstol después de haber negado tres veces a Cristo. Lo primero que nos sobrecoge del óleo son los ojos: bien hundidos en sus orificios y recubiertos por unos párpados delgadísimos, se encuentranEste contenido se hizo gracias al apoyo de la comunidad de El Destape. Sumate. Sigamos haciendo historia.
La mirada característica de Dylan es penetrante, recelosa y tierna; profundamente seria y profundamente irreverente a la vez. Su paradigma quizás se encuentre en la tapa del disco The times they are a-changin´, de 1964. Las cejas se elevan como aves de rapiña sobre unos ojos que, al igual que los del santo, despliegan un lamento, aunque sus rasgos son casi opuestos: de pupilas negras, duras, se dirigen a la tierra. Hay en estos ojos una mezcla singular de bronca y escepticismo inquieto; el mismo compuesto explosivo que emerge en casi todas las letras del disco. La bronca no surge tanto de que un plantador de tabaco haya matado a golpes a su criada afroamericana, si no de que ese crimen nunca podría haber ocurrido sin el concurso de la desidia social y la hipocresía política. "Dos ojos fueron los que apuntaron la mirilla / hacia el cerebro del hombre / pero no se culpe al asesino: / es solo un peón en el juego", dice el poeta. Y en otra canción descarga: "Pero ustedes, que filosofan sobre la desgracia y critican todo miedo, / quítense la máscara de la cara, / ahora no es momento para sus lágrimas". Lo interesante es que, al mismo tiempo que denuncia la miseria que lo rodea, Dylan sabe desde el principio que no tiene una respuesta para dar. De ahí su escepticismo inquieto, turbulento. En otro tema condena a la Iglesia por utilizar la fe como justificación para la guerra; sobre el final, confiesa: "Así que ahora me voy, / estoy cansado como un demonio. / La confusión que siento, / no hay lengua que pueda explicarla". (El gesto irreverente de Dylan no consiste en afirmar que conoce una salida, si no en despreciar profundamente a los que creen conocerla; y este es uno de los factores que explican su relativa marginalidad dentro del mercado del rock). En cualquier caso, para los pocos que han conseguido enterrar a Dios, quizás no se trate de una liberación, si no de una carga.
Hay una canción del disco, sin embargo, que se distingue del resto. Se titula When the ship comes in, y es la llegada del Juicio para los opresores. "Se levantarán los enemigos / con el sueño aún en sus ojos / y saltarán de sus camas pensando que están soñando / pero luego se pellizcarán y chillarán, / y sabrán que es real. / Será la hora en que la nave llegue". En este punto vislumbramos todo lo que hermana oscuramente al músico y al apóstol: los dos están desolados, y lo único que les queda es el consuelo de la fe. En el cuadro, san Pedro se resiste a caer en la desesperación. En la tapa del disco, Dylan acusa a los que la niegan. Ninguno es ya capaz de creer como antes en la humanidad. Los dos confían en que el paraíso existe, los dos saben que han sido expulsados de él.
¿Cuál es el espacio sin tiempo donde el camino del músico y el camino del apóstol se han intersectado? Quizás la clave se oculte en esas llaves que penden del brazo izquierdo de san Pedro. Se sabe que el apóstol fue perdonado por Cristo, quien le encomendó ser el guardián del Cielo. Y también se sabe (no solo por la famosa canción que versionaron los Guns and roses) que Dylan no se cansa de golpear a sus Puertas, reclamando lo que es suyo por derecho propio. Desolados, Dylan y san Pedro se cruzaron en el mismo umbral: el Desván del Paraíso. Cuando uno de los dos se cansa o tiene un poco de frío, puede voltear la cabeza para mirar al otro y, débilmente, reconocerse.