Las agendas violeta y arco iris ¿En retirada?

22 de marzo, 2023 | 00.05

La vieja corrección política era esa en la que “no quedabas mal” por hacer comentarios o tener gestos homofóbicos, transfóbicos o violentos contra las mujeres, mucho menos por minimizar o incluso burlarte de las consignas de los movimientos feminista y LGTB. Las cosas cambiaron mucho en los últimos 20 años y no sorprende demasiado que, en la misma o incluso mayor escala, veamos una reacción (a veces violenta) de los nostálgicos de ese mundo que se puso en disputa.

Por mucho que puedan preocuparnos por su peligrosidad, esos sectores escandalizados por agendas que “les imponen” la tolerancia, la inclusión y hasta el respeto de aquellos que en realidad no respetan, están dentro de lo previsto, porque cualquier transformación social relevante va a ser incómoda para algunos sectores (y sus privilegios). Lo que en cambio causa cierta sorpresa es empezar a notar afinidades entre sus discursos y los de espacios políticos progresistas que antes apoyaban estas agendas. Después de la masificación del NiUnaMenos y el fenómeno de la Marea Verde, ahora vemos la performance de los arrepentidos, los que dejaron de creer, los que están de vuelta.

Entre los presuntos problemas que se le achacan a la alianza del campo popular con el feminismo y el movimiento LGTB+ se suelen destacar tres ideas que me gustaría discutir en esta nota: que nos desvían de “lo importante”, que son contradictorias con la igualdad y que nos alejan de las mayorías (o en su versión electoral, que son piantavotos).

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Es cierto que hay mucho para debatir sobre cómo proponer estas agendas en la población y también para evitar consignas superficiales o derivas individualistas donde lo que necesitamos son construcciones políticas orientadas a transformaciones sociales. Pero lo que no debería estar en disputa es que sin el feminismo y sin el movimiento el LGTB+ el progresismo sólo puede ser un proyecto incompleto de justicia social.

“Lo importante”

Hay quienes alegan que las causas arco iris y violeta nos han desviado de lo verdaderamente importante, que es resolver las desigualdades materiales de manera indistinta: el problema no sería cómo se distribuyen esas desigualdades, sino su propia existencia. La cuestión a atender no sería que la pobreza impacte más entre las personas trans, o negras, o sobre las mujeres, porque la sociedad no sería más justa si, manteniendo la misma pobreza, la distribuyéramos de forma pareja entre colectivos.

El problema con este argumento es el reduccionismo de entender las desigualdades sociales de una manera centrada casi exclusivamente en la dimensión económica: el logro de la igualdad y la justicia social, desde esta perspectiva, parece depender casi únicamente de la redistribución de bienes. Pero esta interpretación “economicista” omite otras dimensiones, que también son relevantes para configurar las relaciones sociales. La dimensión que Nancy Fraser llama del “reconocimiento” también incide sobre las relaciones sociales y genera injusticias, tan materiales, tan serias y reales como las injusticias de distribución. La falta de reconocimiento implica que algunas personas sean consideradas y tratadas como indignas de respeto, lo que se refleja en normas y relaciones sociales que les impidan participar como iguales en la vida social. El resultado puede ser el sometimiento, la segregación, el hostigamiento y acoso, la violencia, la persecución, la explotación e incluso el exterminio. A veces, como en el caso del género o las jerarquías “raciales”, es necesario abordar conjuntamente la redistribución con estrategias de reconocimiento, porque son relaciones sociales que incluyen ambas dimensiones de manera interrelacionada. Pero en ocasiones, incluso, es posible que algunas injusticias se resuelvan principalmente en la dimensión del reconocimiento. Sin dudas, es políticamente debatible el lugar (y la jerarquía) que deba darse a esas políticas. Pero muy distinto es sostener que no deben tenerlo. Si ningún asunto fuese relevante más allá de lo que haga a las relaciones productivas, económicas y de clase, sobrarían muchos ministerios en el Estado, incluso más de los que el macrismo degradó a secretarías. Deberíamos pensar, en ese caso, que todo aquello que se haga en cultura, ambiente, educación o incluso salud no es más que una mera distracción de lo importante.

Quizás alguien alegue que un problema podría ser considerado importante, incluso si no es distributivo, en la medida que afecte (e interese) a una mayoría. En ese caso, el Estado no podría ocuparse de ninguna de las partes de un problema (educativo, de salud, del que sea) que no afecte de forma masiva y simultánea a la mayoría, sin importar su gravedad o injusticia, o cuánto sumen al ser consideradas en conjunto. Además de su evidente estrechez de miras respecto del papel del Estado, este argumento suele recurrir a una falaz “contraposición” entre problemáticas que no suelen ser excluyentes ni competir entre sí, sino que podrían ser ítems de una misma agenda política Lo cierto es que las razones por las que un gobierno no se ocupa de cierto “otro” asunto pueden ser diversas: cada cuestión tiene sus complejidades sociales, institucionales, económicas y políticas y, si analizamos por qué no se hizo nada por algo que nos parece importante, vamos a tener que forzar bastante las cosas para atribuírselo al hecho de que haya personas ocupadas diseñando políticas de género o para minorías, y algunos recursos económicos destinados a esas agendas.

La igualdad

Otra idea que suele alegarse contra estas agendas es que nos alejan del valor de la igualdad, cuando damos “tratamiento especial” a grupos con cierta identidad, mientras otras personas que no pertenecen a los mismos pueden tener condiciones materiales iguales o peores. El ideal de derechos igualitarios y “universales” estaría siendo sustituido por un esquema en el que algunos grupos, que logran instalar en la agenda sus “especiales” desventajas, obtendrían “atajos” para acceder a sus derechos. Para peor, esto tendría como consecuencia la “fragmentación del campo popular”, porque fomentaría una dinámica en la que los grupos compiten entre sí por mostrar la jerarquía de sus situaciones y sufrimientos.

El argumento es curioso cuando se enuncia desde sectores que se autoperciben progresistas, porque la idea de que la igualdad de derechos reside en igualdad de reglas y de trato es la principal consigna liberal puesta en cuestión por la izquierda y el progresismo. Cuando no hay igualdad material, esa igualdad enunciada se vuelve un formalismo puro, una mera abstracción sin consecuencias. La crítica al tratamiento “favoritista” de estos grupos expresa de nuevo el sesgo de la mirada economicista, que sólo advierte los impedimentos de carácter económico o distributivo, pero omite otras desigualdades sociales que también pueden generar impedimentos para acceder a la igualdad. Ello puede resultar en políticas que se pretenden igualitarias y universales pero, para algunos colectivos, resultan en una igualdad tan poco real como la del derecho liberal.

Podemos debatir la utilidad que tienen, para alcanzar el objetivo de igualdad, los diseños de políticas focalizadas en personas con ciertas condiciones sociales, definidas por su situación económica o por características adscriptivas socialmente penalizadas. Pero lo que no podemos es suscribir al argumento estigmatizante que llama privilegiado a quien recibe una política que busca reparar una desigualdad preexistente.

Por último, no hay nada de “automático” en que las reivindicaciones para grupos con desventajas particulares lleven a enfrentamientos horizontales entre las bases. La posibilidad de unificar injusticias más y menos graves en una misma lucha depende de una operación política capaz de alinearlas en valores comunes y en un programa compartido. De eso se trata, precisamente, la idea de interseccionalidad que introdujeron los feminismos aliándose con otras reivindicaciones que no consideraban como problemas “aparte” sino transversales, que podían integrarse en un proyecto más amplio (tanto en sus objetivos como en las personas que convocaba).

Las mayorías

La tercera idea tiene mucho que ver con las anteriores. Al desviarse de lo importante y fragmentar el campo popular, la agenda de género y LGTB+ serían el origen de un desencuentro entre las mayorías y los movimientos políticos que abrazaron esas agendas. Cada agenda minoritaria, o que sin ser minoritaria (como la agenda de género) no interpela a las mayorías, generaría la sensación de falta de pertenencia y de respuesta, de un movimiento ocupándose de “tonterías” que no son relevantes para la vida de casi nadie. Incluso podría generar malestar o resentimiento entre sectores del campo popular que están en desacuerdo con esas agendas y sienten que sus posturas no son “toleradas”. Como una paradoja, la agenda de la inclusión estaría en realidad excluyendo. A fin de cuentas, estas agendas en vez de sumar serían “pianta votos”.

Sobre esto, lo primero a señalar es que una agenda política puede interesar no sólo a las personas directamente afectadas. Puede importarnos porque la consideramos alineada con valores en los que creemos, aunque no tengan que ver directamente con nuestros problemas, y también porque creemos que fortalece una agenda más amplia, que sí nos toca de cerca. En buena parte depende de que se consiga producir políticamente esa integración en unos valores y principios comunes de justicia social, y en que ese programa político logre sostener su atractivo y credibilidad integralmente. Es decir, que haya un programa del que esas agendas sean una parte integrada junto con otras, que se refieren a otras cuestiones. Puede que no se haya conseguido exitosamente esa integración, puede que las otras partes de la agenda sean la que hayan tenido problemas. Lo seguro es que, en cualquiera de los casos, la respuesta no es cargarles a esas agendas responsabilidades ajenas ni tirarlas a la basura de la historia.

Entender que estas agendas no pueden suplir o encubrir los déficits en otras dimensiones nos permite también comprender que la interpretación es posiblemente la inversa de la habitual: parte de los ataques a la supuesta nimiedad de estas agendas tienen menos que ver con sus propias limitaciones que con los fracasos políticos para dar respuestas más allá de las mismas.

MÁS INFO
Sol Minoldo

Investigadora en CIECS-CONICET, Doctora en Ciencias Sociales (UBA) y Licenciada en Sociología (UNLP)

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