La oposición política y mediática argentina acaba de descubrir que lo que llama "campaña del miedo" ya había sido usada por Dilma Rousseff el año pasado, cuando logró su segundo mandato consecutivo, por una diferencia mínima en la segunda vuelta.
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Esa campaña, en verdad, no hacía otra cosa que poner el eje en las conquistas y mejoras visibles que habían alcanzado millones de brasileños desde que Lula se instaló en el palacio del Planalto el 1 de enero de 2003.
El problema de la oposición brasileña (y por traslación, de la oposición argentina) es que esas transformaciones eran tan inocultables que ya no podían ser parte de un "debate".
Estaban allí: los brasileños eran menos pobres, tenían acceso a un sostén mínimo brindado por el Estado a través del Bolsa Familia o habían logrado mejores empleos y, al mismo tiempo, se había multiplicado el ingreso a las escuelas y universidades producto de ese ascenso social en masa.
Al no poder ubicar allí ninguna confrontación electoral que tuviera visos de competitividad, la oposición brasileña (tanto Áecio Neves como Marina Silva, hasta la primera ronda), buscaron constituirse en los factores de un "cambio". En forma difusa, sin apelar a medidas concretas, haciendo foco en el "hartazgo", la corrupción política, y el desánimo de dos o tres años donde la economía ya no había crecido como antes, los candidatos vieron allí el filón de la campaña.
El recurso político-técnico al que apeló Dilma y el PT fue, entonces, inteligente: "Mais cambio" se convirtió en el slogan oficial, impidiendo así que la oposición se apropiara completamente de la idea de futuro y porvenir. El "mais", daba a entender que eran ellos, los que ya habían realizado transformaciones en el país durante una década, quienes podían seguir haciéndolas.
De todas formas, a la vista de los resultados más que estrechos de aquella elección, la oposición brasileña tuvo éxito en que la simple consigna de "Muda Brasil" ("Cambia Brasil") tuviera eco en millones de electores.
Cabe recordar que la misma coalición opositora en Brasil tuvo ese nombre, lo cual despeja cualquier duda sobre el grado de copia que tienen las expresiones políticas conservadoras en toda la región. Es indudable que la marca electoral "Cambiemos" de Mauricio Macri es un subproducto del nombre de la colación de Aécio Neves, "Cambia Brasil".
En el caso de Venezuela, donde la intensidad del conflicto político y social es mucho más pronunciado que en Argentina o Brasil (nunca está demás recordar que Venezuela tuvo un golpe de Estado en pleno siglo XXI, enfrentamientos civiles en las calles, etc) la oposición, curtida en decenas de derrotas electorales, también apela ahora a un slogan positivo: "Venezuela quiere".
En el spot inicial de la campaña, luego de leerse la leyenda, aparece un poco sutil "Maduro odia". Más allá de la tosquedad, la búsqueda es la misma: hacer una campaña positiva, sin discutir la obra de gobierno, pero sí un sentido más difuso de cambio, alternancia, buena onda, fin del conflicto.
Más allá de estas cuestiones de técnica electoral, es indudable que en Brasil, Argentina o Venezuela, cada uno con sus problemas específicos, atraviesan un nuevo ciclo electoral y político.
Después de muchos años de gobiernos estables, con presidentes fuertes y economías en crecimiento, las oposiciones decidieron renunciar a cualquier enfrentamiento ideológico o siquiera programático, para ofrecerse como amigables candidatos de un "cambio", pero sin delimitar qué contornos tendría.
La paradoja es que sólo una situación de tranquilidad y relativa prosperidad en estos países, permite pensar que una estrategia política tan liviana, sostenida en un vago deseo de alternancia, puede cosechar tan buenos resultados electorales. O dicho de otra manera: el auge de esta nueva derecha conservadora es fruto del éxito de los gobiernos progresistas, no de su fracaso.
Por el contrario, es lógico que sean los oficialismos quienes la tienen más difícil: después de más de una década al frente de los gobiernos, deben seguir convenciendo al electorado que ellos son el verdadero cambio y no sólo una "continuidad" amesetada, en un contexto económico mundial mucho más complejo no es una tarea fácil.
Y al mismo tiempo, ante una campaña opositora que no devela sus programas, ni plantea concretamente cómo gestionaría esa idea de cambio, son los oficialismos quienes deben también forzar el debate para que aparezcan los contornos ideológicos y programáticos de la oposición. Un camino difícil, aunque no parece quedar otro.